Ibsen Martínez: Narcosobrinos y derecho comparado
Entre las mucha singularidades latinoamericanas hay una que quizá no luzca relevante, cuando se la compara con tanta matanza, tanta corrupción, tanta desigualdad, tantas adolescentes embarazadas, tantos periodistas muertos, tanto autobús repleto de pobretones que rueda al fondo del barranco.
La tengo muy presente porque atañe a mi ocasional trabajo temporero como bestia de carga de la palabra escrita: guionista de culebrones. Y la señalo con una pregunta que, como tantas otras sobre lo mal que nos va, entraña una comparación con el mundo angloamericano: ¿por qué en la telenovela, y hasta en las superseries dedicadas a la hagiografía de los grandes capos del narcotráfico, las secuencias que abordan la administración de justicia son tan poco verosímiles, tan chimbas?
Hace muchos años hice la misma pregunta a un gurú del oficio y me sorprendió con una disquisición que aquí comparto con el lector porque me pareció muy bien pensada y sugerente. Observaba este hombre, llamado José Ignacio Cabrujas, que el derecho consuetudinario anglosajón dota de enorme dramatismo y teatralidad a lo que, de abordarse en una teleserie latinoamericana con un mínimo de verismo documental, se vería arruinado por el trasiego de oficios, los pomposos magistrados, las demoras del papeleo, los exasperantes aplazamientos de las audiencias y la voluminosidad del código napoleónico. Esto, en el caso de un juicio justo y ceñido al debido proceso.
Desde el Mercader de Venecia, de Shakespeare, hasta Boston Legal (la serie que hace más de una década salió al aire en español como Justicia Ciega), el drama de tribunales —el courtroom drama y sus subgéneros— tiene una denominación de origen impensable en nuestra América. Sus fastos se despliegan con unidad de lugar y tiempo y entre fiscales y defensores que interrogan con sutiles astucias, que alegan ante un auditorio de adustos jurados, no siempre imparciales, pero dispuestos a ceder ante un buen argumento.
Doce hombre en pugna (Twelve angry men), por citar solo un ejemplo, opera prima del gran director de TV que fue Sidney Lumet cuando saltó al cine, y verdadera joya cinematográfica del siglo XX, narra la proeza de un obstinado jurado en minoría que logra hacer cambiar de parecer a 11 colegas que, al comenzar el film, están todos por sentenciar a muerte a un acusado e irse a casa. Todo ocurre en una sala de deliberaciones; todo este argumentar y refutar y volver al ataque hasta convencer te mantiene en vilo durante 110 minutos.
Mi serie favorita sigue siendo Boston Legal: el canje de sabidurías en torno al oficio que el sinuoso Denny Crane entabla al final de cada episodio con su socio, Alan Shore, con un puro y un vaso de malt whisky en la mano, ha entrado en mi canon junto al alegato en pro de la clemencia que hace Porcia en El Mercader de Venecia: the quality of mercy is not strain’d… Pero, ¿cómo interesar a un público en una serie cuyo argumento girase en torno a un impensable bufete de integérrimos penalistas latinoamericanos? Los tejemanejes, los sofismas, las arbitrariedades, las inicuas trapisondas del Tribunal Supremo venezolano, por el contrario, ganarían, en cambio, todas las mediciones de audiencia sin que en ningún episodio triunfase la justicia.
Se me ocurre, empero, el argumento del episodio piloto de una serie que contraste la ignominia del juicio a Leopoldo López con la parsimonia y equidad con que, en un tribunal del distrito sur de Nueva York, se juzga por narcotráfico a los sobrinos de Nicolás Maduro, jefe del estado venezolano.
La vaina parece cultural, ¿verdad, su Señoría?
@ibsenmartinez