Ibsen Martínez: Semana Santa en Caracas
La tiranía está decidida a perpetuarse a sangre y fuego, pero tiene ya sus días contados
En política, una semana es un tiempo muy largo”.
La frase, comúnmente atribuida al líder laborista y dos veces primer ministro británico Harold Wilson fue evocada oportunamente el pasado 7 de abril por Francisco Quico Toro, editor ejecutivo de Caracas Chronicles.
En efecto, la manera como en Venezuela se han despeñado graníticas moles de arbitrariedad y desprecio a la ley que parecían inconmovibles, otorga razón al líder inglés. Apenas semanas atrás, Nicolás Maduro podía ufanarse de haber capeado la ola de multitudinarias manifestaciones de protesta promovida por la Mesa de Unidad Democrática (MUD) en octubre pasado, encaminada a forzar la convocatoria a un referéndum revocatorio.
Pareció entonces que dos estrategias opositoras que en 2014 habían demostrado ser irreconciliables, confluían al fin en los últimos meses de 2016, así no fuese concertadamente entre ellas, para poner a Maduro contra la pared y obligarlo a él y al partido mayoritario de la proterva coalición de cacos y narcogenerales que lo apoya, a dejar el poder. El movimiento de pinzas que en un extremo tenía a multitudinarias manifestaciones callejeras, y en el otro, al para muchos exasperante forcejeo de la dirigencia democrática y constitucionalista con un Gobierno de forajidos, fracasó cuando la MUD pareció caer en una celada.
La añagaza con que Maduro logró detener la ofensiva civilista y democrática fue promover un “diálogo” apadrinado por el Vaticano y por trapisondistas internacionales de la talla de Ernesto Samper, José Luis Rodríguez Zapatero y un tercero, un político quisqueyano que ni sé cómo se llama. (Me pasa con el descafeinado expresidente de República Dominicana lo mismo que a Jerry Seinfeld cuando le toca nombrar a los tres tenores y dice: Domingo, Pavarotti y “el otro tipo”).
Pese a algunos comunicados aclaratorios de su escrupuloso papel mediador, nunca estuvo claro para la gran masa opositora venezolana de qué lado estaba el Vaticano.
Y aun sin presumir entreguista mala fe en la dirigencia demócrata, el efecto neto que tuvo el inconducente “diálogo” fue un recrudecer de los reflejos antipolíticos de los opositores de a pie.
Cundió entre la gente, no solo el desánimo, sino la indignación al ver cómo el cantinflérico y siempre mendaz Maduro hurtaba el cuerpo a las elecciones regionales que debieron realizarse en diciembre pasado y a las condiciones que puso la oposición para “dialogar”. Estas eran, entre otras, la libertad de todos los presos políticos, abrir un canal internacional de ayuda humanitaria y una fecha en 2016 para el referéndum. Al mismo tiempo, el Gobierno seguía encarcelando dirigentes de los partidos democráticos. La MUD cayó es un descrédito del que, llegó a temerse, no saldría nunca más. El año terminó sin que la promesa de “salir de Maduro ante de seis meses”, hecha en enero pasado por el entonces presidente de la Asamblea Nacional, se cumpliese.
Así estaba la pizarra de anotaciones del partido cuando, envalentonado y dispuesto a patear el tablero y propinarle el proverbial definitivo palo a la lámpara, Maduro obtuvo de su obsecuente Tribunal Supremo una sentencia que disolvía de facto la Asamblea y lo investía con todas las potestades de un dictador. De la noche a la mañana, la resuelta reacción de la MUD, la indoblegable protesta callejera en la que todos los dirigentes democráticos, sin excepción, se han jugado valientemente el pellejo cada día junto a los batalladores manifestantes, ha deparado a Maduro un volte-face de la Fortuna.
Esta Semana Santa ha comenzado su camino al Calvario. La tiranía chavista está decidida a perpetuarse a sangre y fuego y lo está demostrando, pero, irremediablemente para ella, tiene ya sus días contados.