Ibsen Martínez: Una de rusos
El pasado domingo unos bañistas reportaron la presencia de una escuadra de soldados de la aviación rusa que instalaba una estación de radar en una playa de la península de Paraguaná, en Venezuela
En aquel filme de Norman Jewison, ¡hablo de una película estrenada hace 52 años, en lo más espeso de la Guerra Fría!, debutó el gran Alan Arkin, quien aún anda por allí, dando guerra y brillando en la serie de Netflix El método Kominsky (2018). Arkin hacía de tripulante de un submarino soviético que encalla en una isla de la Nueva Inglaterra, en 1966. El filme se llama ¡Ahí vienen los rusos, ahí vienen los rusos!
Como no presumo de memorioso, he hecho lo que recomienda mi amigo Ricardo Bada: preguntarle a doña Hortensia Google por detalles que aviven mi memoria. Leo, pues, que el rol de Arkin no es el del capitán del submarino, como hasta esta mañana creía recordar, sino el del zampolit, el comisario político de la nave. Se llama Yuri Ruzanov.
Las reseñas que allega Google declaran que el filme es adaptación de una novela titulada The Off-Islanders, del estadounidense Nathaniel Benchley, publicada en 1961. En el elenco figuraba la bella Eva Marie Saint, una de las rubias de Hitchcock. La adaptación ganó un Globo de Oro a la mejor comedia en 1967.
Lo esencial de la trama es esto: el submarino –que en ruso se llama (Sprut: Pulpo)— pierde el curso por una falla del instrumental de navegación y encalla en un banco de arena. La culpa es del capitán, quien imprudentemente acercó la nave a la costa solo porque quería salir a flote y echar un vistazo desde la torreta de mando, así fuera de lejos, a la antagónica patria del capitalismo. La nave no lleva instrucciones de ataque.
Cargando baterías pero varados, el capitán decide que lo mejor es evitar un incidente internacional y por eso no da aviso por radio a sus superiores, en Sebastopol, sino que decide enviar a tierra una escuadra de marinos armados y comandados por Ruzanov. La idea es hacerse, tan sigilosa y pacíficamente como sea posible, de un cabestrante capaz de desencallar la nave. Lo que sigue es una disparatada comedia de equivocaciones. La mejor escena del teniente Ruzanov ocurre cuando entra en una ferretería gringa —un galpón inmenso, lleno de todo lo que puede ofrecer un home-depot suburbano en aquel país— y cae en estado cataléptico luego de pasar revista a las neveras Frigidaire de 40 pies cúbicos y descubrir en la sección de jardinería una podadora de césped con motor de 110 HP, biplaza y capaz de alcanzar una velocidad de 60 millas por hora en solo cuatro segundos.
Otro regocijo lo depara el severo sheriff local —Brian Keith— cuando encuentra al submarino varado en zona prohibida. Los tripulantes le hacen creer que son marinos noruegos en maniobras de la OTAN. De todos modos, el sheriff les extiende una boleta por infracción de tráfico. Las cosas dejan pronto de ser una estampa animada de Norman Rockwell y se complican cuando todo el mundo cae en cuenta de que hay marinos soviéticos armados y sueltos en la isla. Se improvisa una milicia, alguien da aviso a la Fuerza Aérea mientras el capitán del submarino ruso ordena zafarrancho de combate y habilita el cañón de cubierta. El alivio de la tensión es bastante manido, pero muy bien realizado: persuadidos por Ruzanov, los antagonistas deciden unir fuerzas para rescatar a unos niños en sorpresiva situación de peligro. El zampolit Ruzanov y el sheriff se hacen amigos, todos se desengañan de la propaganda belicista y fraternizan: los marinos rusos son, en el fondo, grandes tipos; los gringos muy hospitalarios. Casi olvido decir que entre medias surge un romance entre una lugareña y un marino ruso. Cuando llegan los cazas interceptores de la USAF descubren que una flotilla de pesqueros estadounidenses, escudo humano flotante, escolta mar afuera al submarino ruso y todo es muy chévere, pacifista y humanitario.
La tarde del domingo pasado, unos bañistas reportaron a las redes sociales la presencia una escuadra de soldados de la aviación rusa que instalaba una estación de radar en una playa de la península de Paraguaná, en el Caribe venezolano. ¡Si tan solo el comisario político —no creo que Putin haya acabado con esa figura— fuese como el teniente Ruzanov! Pero temo que los rusos que han llegado a Venezuela no se hacen los noruegos.