Hace pocos días se cumplieron 150 años de la aparición de El Capital, de Karl Marx, y eso me llevó a recordar lo presenciado por un admirado amigo, economista chileno de renombre mundial. Corrían los tiempos de Salvador Allende y la Unidad Popular, y mi amigo, veinteañero, acababa de afiliarse a la Juventud Comunista. Queriendo profundizar en la doctrina, se inscribió en un seminario académico sobre el tomo primero de El Capital. La profesora Marta Harnecker, autora de un desabrido manual de materialismo histórico y hoy valedora intelectual del “socialismo del siglo XXI”, conducía el seminario. Eran famosas sus hipnotizantes piernas, sus minifaldas de tweed.
Los chicos llevaban ya semanas desempacando dinamita teórica, cada uno de ellos provisto de un ejemplar de El Capital, en la traducción de Wenceslao Roces, que publicaba el Fondo de Cultura Económica, cuando se unió al seminario un inesperado oyente, a quien nadie conocía.
Era algo mayor que el resto de los estudiantes, tenía una calva incipiente y portaba un inseparable y pesado maletín. Se sentó al fondo, lejos de los morbosos admiradores de las piernas de la Harnecker, apelotonados en las primeras filas. No hablaba, no tomaba notas. Así estuvo un par de semanas hasta que un día pidió la palabra y se dirigió al grupo. Solo entonces supieron que era argentino.
“Compañeros”, dijo, luego de presentarse, “los he estado observando todo este tiempo para cerciorarme de que son un grupo verdaderamente revolucionario, y debo decir que estoy gratamente impresionado. Es por eso que me extraña mucho que para estudiar a Marx estén usando una pésima traducción del alemán, hecha por un agente de la CIA que, además de desconocer la lengua alemana, deliberadamente desliza incongruencias en el texto para confundirlos”.
Todos en el salón se quedaron de una pieza. ¿Se trataría de un loco? Wenceslao Roces era un respetado intelectual comunista español en el exilio. ¿Roces, agente de la CIA? El argentino no perdió tiempo en aportar ejemplos de la culpable insuficiencia de Roces como traductor de Marx. Leyó en voz alta varias frases del original alemán, confrontándolas con la traducción de Roces.
Donde Marx había escrito, por ejemplo, «Die allgemeine Äquivalentform ist die Form des Werts überhaupt”, Roces tradujo: “La forma del equivalente general es una forma de valor en abstracto”. Tras leer esto, el argentino soltó, escandalizado: “¡Este infeliz ha traducido überhaupt como ‘abstracto’, cuando es claro que lo que Marx quiere decir es ‘en general’! ¡De lo general a lo abstracto hay mucho trecho! ¡Y, tratándose de Marx, no estamos hablando de un matiz!”.
Poco a poco, el grupo se fue persuadiendo de que la traducción de Roces era una estafa. “No hay práctica revolucionaria sin teoría revolucionaria”, sentenció el argentino, “y no puede haber teoría con una traducción que es una mierda. ¿Qué piensan hacer ustedes al respecto?”.
Uno de los chicos propuso algo heroico: aprender alemán.
“Loable, pero nada práctico”, repuso el argentino: la revolución estaba ocurriendo en las calles de Santiago y no era cosa de hacerla esperar estudiando alemán. Entonces, abrió su maletín, al tiempo que decía: “Queridos compañeros, les he traído la solución”.
Y mostró un ejemplar de El Capital, editado por Siglo XXI, casa de la que por entonces se decía, no sé con cuánto fundamento, que era manejada en las sombras por los trotskistas. Nuestro hombre aseveró que la traducción de Pedro Scaron era impecable.
Ahora que lo pienso, además de comisionista de alguna librería santiaguina, el argentino bien pudo ser trotsko, como Pocho Orozco.
Hizo su agosto y desapareció.