Ideas y poder
“Vivimos un momento de información inundatoria que está generando una enorme confusión y, me temo, una profunda ignorancia”.
Juan Pablo Fusi es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense de Madrid, Doctor en Historia por la Universidad de Oxford (1974) y en Filosofía y Letras (Historia) por la Universidad Complutense (1979), entre otras muchas distinciones académicas. En Ideas y poder (Turner) repasa treinta semblanzas de intelectuales, políticos y figuras destacadas del pensamiento del siglo pasado.
—Los protagonistas de este libro de biografías del siglo XX se reparten entre pensadores y políticos. ¿Por qué el título Ideas y poder y no, por ejemplo, Pensamientos y política?
—Pues después de varias propuestas a los editores siempre fallidas por mi parte [risas], decidimos que este era apropiado. Es sonoro y además representa algo que como historiador me interesaba destacar: el poder de las ideas, esa tesis de Isaiah Berlin. Como él, creo que todo lo que ocurre en la Historia procede de alguna idea. Detrás del crecimiento no solo hay evolución tecnológica, sino la idea de progreso y la de libertad. En ese sentido decidí agrupar las biografías de estos intelectuales y políticos bajo esas dos palabras.
—De entre todas las personalidades que ha dado el siglo XX, ¿qué le lleva a elegir esos treinta nombres?
—Barajando nombres y números, los editores y yo mismo llegamos al acuerdo, por unanimidad, de que, habiendo muchos, estos eran los indiscutibles. En el año 2000 hubo numerosas encuestas acerca de las personalidades más importantes del siglo que dejábamos atrás, y salieron dos nombres: Churchill y Roosevelt. Tenían que estar, por supuesto, pero también los líderes de la Revolución Rusa y, por supuesto, era imprescindible hablar de Hitler, nos guste o no. Con respecto a los científicos, yo no soy un hombre de ciencia y no me manejo con comodidad en esos medios, pero si hiciéramos una encuesta, qué duda cabe de que la mayor parte de la gente pensaría (y pobre del que no lo pensara) en Einstein como el gran físico después de Newton. Y así fueron, uno tras otro, saliendo los treinta nombres de este listado de imprescindibles del siglo XX.
—El libro, precisamente, se abre con la biografía de un científico.
—Claro, claro. El cambio en el conocimiento de la personalidad humana que ha modificado para siempre la visión que tenemos del hombre mismo (independientemente de que se esté de acuerdo o no con sus planteamientos) es él: Sigmund Freud. Además, los historiadores debemos darle las gracias a Freud porque La interpretación de los sueños se publicó en el año 1900, poniéndonos en bandeja la clasificación del inicio del nuevo siglo. Durante muchos años, inauguré mis clases sobre el siglo XX hablando de dos hombres que cambiaron los planteamientos del pensamiento y el saber; uno fue Freud, el otro Max Planck, físico y matemático alemán, considerado el fundador de la teoría cuántica, planteada también en ese singular año 1900.
—Haciendo un repaso por sus últimas publicaciones —Breve Historia del Mundo; Historia mínima de España; Breve historia del mundo contemporáneo y ahora una antología de 30 biografías—, parece como si en el XXI, que es el siglo del conocimiento infinito, hiciesen falta los resúmenes.
—Para responderle, recurro a dos pedanterías. Decía Ortega que «el hombre no tiene naturaleza; lo único que tiene es historia». Por lo tanto, para saber lo que es el hombre o lo que es España, o qué es el mundo, hay que conocer lo que hemos ido siendo. La segunda pedantería es que Heidegger sostenía algo en lo que creo firmemente: «La vida del hombre se contempla en la Historia”. Por tanto, la única oportunidad para conocerse es conocer nuestro pasado histórico. En este contexto, los libros de síntesis siempre son necesarios por razones prácticas en un ritmo de vida absorbente característico del hombre del siglo XXI.
—Es curioso: frente a los siglos XVIII y XIX, enciclopédicos, el siglo XX, y el XXI, tienden a la antología y el esquema. ¿Falta de tiempo, o incapacidad de la sociedad actual para todo lo que no sea un conocimiento superficial?
—Yo no me atrevo a juzgar estas cosas, pero mi visión del presente es perpleja y ambigua, como la de toda persona decente. Hay, desde luego, unos cambios tan acelerados que están mutando el concepto tradicional de aprendizaje. A través de las redes es posible el acceso a una información infinita, pero también desjerarquizada. A eso únale los cambios en la auctoritas a todos los niveles, pero sobre todo en la Universidad, que es el lugar donde, se supone, ha de generarse el conocimiento profundo, el estudio y la reflexión. Vivimos un momento de información inundatoria que está generando una enorme confusión y, me temo, una profunda ignorancia. En este contexto, los libros tienen que competir con una información velocísima y de libre acceso que, entre otras cosas, está obligando a la industria editorial a buscar fórmulas nuevas. Tal vez, con el tiempo, el libro pase a ser como la música clásica, un lujo para un público selecto y muy culto. Los lectores tal vez estemos destinados a sobrevivir en un guetto al revés, en palabras de Laín Entralgo.
—Como académico de la historia, ¿qué papel cree que debe jugar la Academia en el contexto histórico actual?
—Ahora y en el futuro, las academias deberían poner orden, sosiego, jerarquía y autoridad en el conocimiento. Deberían poder filtrar y comunicar el saber inteligente frente al saber generalista o la mera información. Otra cosa es que sean capaces de hacerlo.
—Y como historiador divulgativo, ¿qué opina de la proliferación de la novela histórica en los últimos tiempos?
—Mire, uno de los recuerdos más felices de mi infancia, seguramente vinculado al nacimiento de la vocación de historiador, está íntimamente ligado a un novelista histórico para mí extraordinario: Walter Scott. Este escritor populariza la historia en el siglo XIX, tanto con el medievalismo como con la visión romántica de la historia a través de sus libros sobre Escocia. Hay una frase del historiador alemán Von Ranke que me viene al pelo: “La realidad histórica es mucho más interesante que la ficción novelística”. Y yo creo que lo decía un poco “picado” con Walter Scott, pues a pesar de su arduo trabajo de investigación en todos los archivos europeos y sus numerosos estudios históricos, a los que dedicó su vida entera, fue Sir Walter el que se llevó el mérito popular de haber creado la pasión histórica del XIX. Ortega, en los años 30 del siglo pasado (siempre hay que volver a él), decía que “la novela y la historia serían los dos grandes instrumentos de pensamiento del futuro”. Yo creo que la buena novela histórica es fundamental para el conocimiento y la divulgación de la Historia.
—Frente otros países, como Inglaterra, la tradición de literatura biográfica en España es bastante pobre. ¿A qué cree que se debe?
—Me hace usted unas preguntas metafísicas, a las que no me resulta fácil responder. Veamos. En Inglaterra es tradicional el interés histórico por el individuo como sujeto de derecho. El sentimiento fuerte de individualidad en el mundo anglosajón es anterior incluso al protestantismo, que, como sabe, es una religión sin iglesias donde el hombre está solo ante su propio destino, interpretando libremente la Biblia. Frente a eso, nuestro mundo secularmente católico tiende a diluir al individuo en la comunidad. No sé si esto pueda ser una razón, pero desde luego, la atención nunca interrumpida a la biografía en el mundo anglosajón es innegable. Recuerde la famosa frase de George Eliot: “La biografía es una enfermedad inglesa”. En España, la historia económico-social de los problemas sociales colectivos llevó, tal vez contagiada por Francia, a una menor valoración de las biografías como acontecimiento en la historia (recuerde que la “historia de los acontecimientos” era vilipendiada por la Escuela de Anales). Pero tanto en Francia como en España, llegando a la mitad del siglo XIX, hay un resurgir evidente de la biografía como un “territorio del historiador” y no solo de individuos, sino también de colectividades.
—¿Cuál es la biografía que más le ha costado construir?
—Curiosamente, la de Simone de Beauvoir. He vuelto a releer su obra y debo decir que sus ensayos, así como sus memorias y diarios, me siguen resultando interesantísimos, pero no así sus novelas, que me parecen menores. En cuanto a la personalidad, al trazarla, me resultó rígida, metálica y poco atractiva.
—¿Qué biografías recomendaría a un lector no familiarizado con el género?
—Debo citar, como académico de la historia, el magnífico Diccionario biográfico de esta institución, recientemente rectificado y actualizado online, con una cantidad millonaria de consultas. En el contexto de la literatura, aparte de Plutarco, mi predilecto es un librito delicioso, bastante desconocido, titulado Victorianos eminentes, de Lytton Strachey. Está editado en Valdemar, y hay una anécdota divertida en torno a él: Bertrand Russell leyó el libro en la cárcel de Brixton, donde lo había recluido un juez que no compartía sus ideas pacifistas: «Me hizo reír tan alto —escribió luego— que un oficial de prisiones se asomó a mi celda para recordarme que la cárcel era un lugar de castigo».