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“Idiotés”. Democracia, participación y ciudadanía, por Mariano Nava Contreras

 

Para entender el significado de la palabra idiotés debemos primero mirar un poco cómo funcionaba la antigua democracia ateniense. Hemos escuchado decir muchas veces que Atenas es la cuna de la democracia y esto es históricamente cierto. Sin embargo, lo que hoy entendemos por democracia tal vez no se parezca tanto a lo que significaba para un ateniense de aquellos tiempos. En principio, y eso también lo hemos escuchado, “democracia” significa “poder” (kratos) para el “pueblo” (dêmos). Diógenes Laercio dice que Platón distinguía cinco tipos de gobierno: la monarquía, donde manda un rey; la aristocracia, donde mandan los “mejores”, etimológicamente hablando; la oligarquía, donde mandan unos pocos; la tiranía, donde se obedece a un tirano, y la democracia, donde manda el pueblo. Está claro que a Platón, que era un aristócrata, no le gustaba la democracia. A Pericles, que era un demócrata convencido, obviamente le gustaba y mucho. En su célebre “Oración Fúnebre” dice que el sistema político ateniense velaba por los intereses de la mayoría y no los de unos pocos, y que todos tenían los mismos derechos ante la ley, la isonomía. Por eso, afirmaba Pericles, la democracia ateniense era un modelo para otras póleis griegas, la “escuela de Grecia”. Ahora bien, ¿quiénes eran esa mayoría de la que y a la que hablaba Pericles? ¿Quién era ese “pueblo” al que da tanto poder la democracia? ¿Qué era el dêmos?

Se era ciudadano ateniense por nacimiento o por naturalización. En el año 451 a.C. el mismo Pericles propuso un decreto por el que ciudadano (polítes) ateniense era todo hombre mayor de veinte años, nacido de padre ciudadano ateniense y madre hija de un ciudadano ateniense, legalmente casados. Esto significa que los hijos nacidos de padre ateniense y madre extranjera, que los había, no podían ser ciudadanos ni disfrutaban de la herencia paterna. También significa que ni las mujeres, ni los “metecos” (extranjeros) ni los esclavos eran ciudadanos. El padre presentaba al hijo varón ante su comunidad a la edad de tres o cuatro años. A los dieciocho, la Asamblea de los Ciudadanos, la Ekklesía, decidía finalmente si aceptaba al chico como ciudadano o no, dependiendo de si cumplía con los requisitos legales. También la Ekklesía podía naturalizar, esto es, otorgar la ciudadanía a un extranjero en reconocimiento a los servicios prestados a la ciudad, siempre y cuando la propuesta obtuviera más de seis mil votos.

Solo los ciudadanos, es decir, los varones mayores de veinte años declarados así por la Ekklesía, tenían derechos políticos, o sea, podían ser considerados como dêmos, “pueblo”. Solo ellos podían tomar parte en la gestión pública, tà politiká. Esto fundamentalmente significaba que tenían derecho a elegir y a ser elegidos, podían formar parte de la Ekklesía, ejercer cargos públicos e impartir justicia como jueces. También disfrutaban de otros derechos exclusivos, como el derecho a la propiedad, a disfrutar de la justicia y a ejercer ciertas dignidades religiosas como el sacerdocio, participando en los sacrificios y otras fiestas, así como otros beneficios sociales. A cambio, los ciudadanos debían asumir las cargas fiscales y la defensa de la ciudad.

Aristóteles, en La constitución de los atenienses, dice que a algunas magistraturas (arkhaí) se accedía por sorteo y a otras por votación, y que eran remuneradas. La edad mínima para ser elegido magistrado (arconte) era los treinta años. Una vez elegidos, los arcontes se sometían a un examen para saber si eran hábiles para cumplir sus funciones, la dokimasía, y después pronunciaban un juramento. El período de casi todos los arcontados era de un año no renovable y, naturalmente, al terminar sus funciones los arcontes debían rendir cuentas ante la Ekklesía. Durante años hubo un intenso debate en Atenas para decidir cuál era la mejor manera de elegir a un magistrado, si por voto o por sorteo. No cabe duda de que el método para elegir a los arcontes era fundamental para garantizar el buen funcionamiento de la democracia, pero en todo caso el voto era tenido como un mecanismo esencial. 

Sin embargo, había también cierto tipo de ciudadanos que decidía renunciar al voto y a los demás derechos políticos, apartándose de la vida pública. El llamado idiotés era un ciudadano que libremente decidía no votar ni ocupar cargos públicos, se desentendía de su ciudad y se dedicaba exclusivamente a sus negocios privados. Entiéndase bien, el ser despojado de los derechos políticos era, en la democracia ateniense, un severo castigo: el temido “ostracismo”. Sin embargo, había también quienes renunciaban a sus derechos por propia voluntad. Y estaban en su derecho, aunque en el período clásico, cuando la polis democrática alcanza su mayor esplendor, esto era considerado como una verdadera rareza, si no una excentricidad.

No debe extrañarnos que la palabra idiotés pronto haya adquirido el matiz peyorativo que hoy conserva en nuestro español. De significar en Platón simplemente un ciudadano particular, ya en el estoico Crisipo, siglo y medio después, “idiota” designa a alguien que se dedica exclusivamente a sí mismo, un egoísta. En Roma, la palabra era usada como sinónimo de “tonto”, “ignorante”, y en la Edad Media llegaron a llamar así a los que no creían en Dios.

 

 

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