Iglesias enseña su verdadera cara
No ha sido una anécdota de mal gusto aderezada con procacidades para mayor vulgaridad del argumento. Lo que Pablo Iglesias hizo ayer -deliberadamente y actuando ante un público incapaz de calibrar la gravedad de lo que estaba sucediendo allí, sino, al contrario, aplaudiendo gozoso la aberración democrática que se estaba perpetrando ante sus ojos y abucheando a la periodista que se atrevió a levantarse para defender la libertad de información y, con ella, la dignidad de la profesión- es enseñar la auténtica materia de la que está hecho. Una materia que había exhibido sin pudor tiempo atrás, cuando las circunstancias políticas no le habían aconsejado aún que moderara su genuina ideología.
Ayer circularon por las redes algunos vídeos en los que el señor Iglesias explicaba cómo los medios debían estar controlados por el Estado y cómo le resultaba aberrante que la información estuviera canalizada también por medios privados. «La información es un derecho», argumentaba, siguiendo una doctrina esencialmente totalitaria, «y por lo tanto, tiene que estar en manos del pueblo, representado por el Estado».
En una palabra, el señor Iglesias sueña con instaurar en nuestro país el Ministerio de la Verdad. De ahí a afirmar que, como el alimentarse también es un derecho, los supermercados tienen que pertenecer a una red estatal de la Alimentación, no hay más que un paso. Pero lo primero es más grave que lo segundo porque atenta contra uno de los pilares básicos sin cuya fortaleza no se sostiene un sistema democrático: el derecho a emitir y a recibir libremente la información. Sólo con una circulación libre de informaciones a disposición libre de los ciudadanos éstos pueden tener la seguridad de que no han perdido esa condición para caer en la de súbditos sometidos a un poder que administra sus vidas, sus conciencias y hasta sus opiniones.
Y lo que sucede es que al señor Iglesias no le agrada todo lo que se publica sobre él o sobre su partido. Y, como no le agrada, se lanza a escarnecer públicamente a un periodista hasta extremos intolerables, porque lo que afirma allí el señor Iglesias es que este periodista miente cuando informa sobre Podemos con el objeto de seguir cobrando un sueldo de su periódico. Y, con ser ya mucho eso, no se queda ahí el señor Iglesias, que se lanza a extender semejante acusación al resto de periodistas que cubren la información de Podemos.
Es evidente que, si por él fuera, las noticias que tuvieran relación con él y con su partido y, por extensión, las noticias que tuvieran para él algún interés, pasarían por el filtro de La Verdad, encarnada en su persona y en su ideología. Puro totalitarismo, que aflora con el descaro y la insolencia con que lo hizo ayer en la Facultad de Filosofía -qué sarcasmo- de la Universidad Complutense de Madrid.
Lo que queda definitivamente claro, aunque ya había enseñado la patita anteriormente, es el sentido que tiene Pablo Iglesias de lo que es una democracia y de los principios sagrados que hay que respetar para que el sistema conserve su salud y no muera gangrenado a manos de los poseedores de doctrinas salvadoras que ahogan irremisiblemente las libertades.
Y que no piense nadie que esta es una defensa cerrada de un periodista o de una profesión. Es una defensa cerrada de un régimen de libertades en el que todo ciudadano tiene el derecho, que la ley le reconoce, de que se recoja en cualquier medio de comunicación todo desmentido o toda réplica a las informaciones que, en su opinión, no respondan a la verdad, y en el que se castiga con penas de distinto grado las informaciones publicadas que sean constitutivas de delito.
Esas son las reglas del juego que nos hemos dado y que procuraremos con ahínco que el señor Iglesias y quienes con él aplauden sus palabras no destruyan jamás.
- Victoria Prego es columnista de EL MUNDO y presidenta de la Asociación de la Prensa de Madrid.