Ignacio Camacho: Ser francos
«Ni vivimos del pasado ni damos cuerda al recuerdo»
(Gabriel Celaya)
Al elegir el procedimiento unilateral, el del decretazo, para desenterrar a Franco, el Gobierno ha demostrado que busca un debate destemplado y largo. Quiere resucitar la memoria de un dictador olvidado para meter su figura en las conversaciones domésticas, en las de los bares y el trabajo. En vez de procurar un consenso que nadie habría podido negar, porque hasta los herederos admiten que los restos no yacen en el lugar adecuado, Sánchez pretende una polémica ruidosa que invada los medios y la calle de rencores arcaicos y garantice que las televisiones extranjeras le abran hueco en sus telediarios. Se trata de un viejo truco para disimular la ausencia de proyecto y de relato; si no tienes nada que ofrecer para el presente ni para el futuro, enreda todo lo que puedas con el pasado y suelta los demonios de la Historia para que dancen su rito macabro.
En una sociedad madura, normalizada en su estructura cívica, este asunto quedaría en un pleito entre el Estado y la familia, un litigio rutinario que resolvería la Justicia. Pero el Gabinete pretende convertirlo, a falta de argumento mejor, en el eje de su acción política, para que todo el que sienta repugnancia, o simple piedad, por el trasiego de cadáveres quede etiquetado de franquista. Franquista el que rehúse participar de este fragor cainita. Franquista el que se oponga, franquista el que dude, franquista el que discrepe del método, franquista el que sugiera que existen asuntos más urgentes en este momento. Franquistas incluso los jueces que llegado el caso pudieran atreverse a anular el decreto. Franquistas los que se nieguen a admitir la prioridad nacional de este ritual tétrico, los que usen su autonomía de pensamiento para reclamar nuevas ideas en un tiempo nuevo. Franquistas los que consideren que pasar página del guerracivilismo no fue un error apocado sino un valiente acierto. Franquistas los españoles que deseen un país moderno y libre, al cabo de tantos años, de odios añejos y de estériles resentimientos. Franquistas quienes exijan que sus dirigentes se ocupen de los vivos antes que de los muertos. Franquistas quienes estén hartos de que la vida pública salga de la obsesión enfermiza por las trincheras y los cementerios.
El gran estigma está preparado para recaer no sólo sobre la derecha y sobre la Iglesia, sino sobre cualquiera que cuestione la importancia imperativa de esta lúgubre agenda o solicite su encaje en una reflexión más serena. El formidable aparato de propaganda de la izquierda está listo para arrollar a quien disienta, aunque sea por simple pereza, de esta operación de obligatoria polaridad maniquea. El tribunal socialpopulista va a dictar condena incluso contra la indiferencia. Que, hablando francamente, va a ser la actitud más digna y sensata de protesta.