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Alma Delia Murillo: Imbéciles de clase mundial

Silencio. Pude oler la sangre apenas contenida…Foto: Pixabay.

Llegué con los restos del buen humor del fin de semana (muy restos, lo admito) al banco, a “mi sucursal” como dicen algunas nobles criaturas convencidas de que alguna sucursal es suya.

Era la una de la tarde, el efecto del café todavía me dejaba respirar con normalidad y sonreír cuando cruzaba la mirada con alguien.

Cargaba en mi bolso un ejemplar de El hombre que amaba a los perros, la espléndida prosa de Padura me rescataría del tiempo de espera. Y quedaban tres horas de margen para llegar puntual a otra cita. Nada podía salir mal.

Pero pronto el aire turbio de la sucursal se anunció como un mal presagio. Había una fila de treinta personas esperando turno en ventanilla y otros veinte esperando que se desocupara algún ejecutivo de escritorio.

La empresa de clase mundial ofrece un procedimiento de atención que consiste en anotarse en un cuaderno con una pluma calamitosa y mordisqueada para luego esperar a que alguno de los todopoderosos ejecutivos llame a la siguiente persona por su nombre y apellido anotados en el cuaderno.

Cada vez que un cliente se atrevía a preguntar algo, los empleados autómatas respondían señalando el cuaderno. Atribuyo a la avanzada tecnología del sofisticado banco de clase mundial el hecho de que en esa sucursal los empleados parecen robots pues no hay ejecutivo que mire directo a los ojos y conteste el saludo o las preguntas específicas, parecieran tener una única frase codificada en su sistema: “Anótese en el cuaderno y espere su turno”, esa era la contestación que podrían dado a toda clase de comentario: desde un buenos días, disculpe, me está dando un infarto hasta tiene usted cara de culo.

Lo importante era el cuaderno, había que anotarse. Y eso hice, qué más. Como no soy cliente platino ni oro sino un ser de materia orgánica sin aleaciones metálicas, no tuve más alternativa que esperar a que mi nombre brotara como agua fresca de alguno de los acéfalos de escritorio.

Mi caso no era tan complicado: me robaron la cartera y con ello perdí la tarjeta y esa bacteria a la que llaman token, todas esas llaves del misterio que representan el acceso al dinero que nos pertenece y por el que trabajamos tanto. Nuestro dinero, no del banco, nuestro. Perdonen mi chirriante insistencia pero es que mientras más lo pienso, más me convenzo de que algo muy malo le pasa a nuestro entendimiento si hemos aceptado someternos a tales humillaciones y maltratos para disponer del dinero que nos ganamos con el sudor de la frente, la axila o la entrepierna, o todas las anteriores.

Intenté concentrarme en la novela de Padura pero por estar con un ojo al gato y el oído al garabato, no pude. Vi desfilar a varios trabajadores de una empresa de limpieza con sus uniformes azules a los que no les dirigieron la palabra, dos señoras mayores de aspecto indígena a las que miraron con asco, vi llegar al repartidor de la comida corrida de los ejecutivos y entregar recipientes de unicel con sopita de fideos, bistec en pasilla, arroz con buebito, tortillas y agua de horchata… pregunté cuatro veces si se acercaba mi turno, si podían atenderme, dos descerebrados detrás de su escritorio me miraron con odio porque sólo deseaban ir a comer y esperaban cambiar la estafeta con otros dos que se habían ido antes.

Mi enojo crecía, pasaron tres horas y nadie me llamaba, noté que un hombre de campo, sombrero en mano, piernas largas, apenas erguido quizá para parecer menos alto, desesperación en el rostro, intentaba comunicarse en un precario español; la ejecutiva sin sesera que lo atendía podía ocultar con dificultad la risita burlona que el señor le provocaba.
Entonces mi enojo se transformó en furia negra como peste bubónica y toda la adrenalina de mi cerebro reptiliano vino a desbaratar mi decisión de mantenerme civilizada.

No sean mentirosos, dije, guarden sus promesas de servicio para cuando puedan cumplirlas: llevamos horas esperando, la puerta de salida es un peligro con la gente arremolinada ahí que no puede alejarse por temor a no escuchar su turno cuando nos llamen, ¿podrían hacer algo por mejorar su procedimiento?

Silencio. Pude oler la sangre apenas contenida, la ira agridulce en el sudor de todos los que estábamos ahí, hartos de ser tratados como ganado cerril e indefenso.

Entonces vino una mujer que portaba el título de directora de la sucursal y la melena teñida del rubio más triste del mundo; me preguntó el nombre, fue al estúpido cuaderno y dijo: “nos saltamos tu nombre porque no lo vimos, escribiste la letra muy chiquita”.

Acabáramos. Además era mi culpa por tener esa caligrafía.

Joderrr con tantas erres como se necesiten para exhalar la ira infinita que estos zombis funcionales provocan. Tenía ganas de lanzarle el ejemplar de Padura en la cabeza. Ojo aquí: nunca olviden que 700 páginas son un arma blanca si se utilizan con la técnica y la fuerza correcta.

Me levanté, pregunté a la directora de la sucursal con mi mejor voz de matona ¿cómo te llamas?

— Edna, respondió a su vez con voz de matona de clase mundial y levantó una ceja.
Como en un duelo a lo western nos miramos por segundos, ella disparó primero pero disparó mal.

— Lo que está anotado en el cuaderno es el punto de partida y es el proceso al que debemos apegarnos, pero alguien no vio tu nombre por tu letra pequeña. Siéntate.

Transmutada por una especie de furia divina en el animal más temible de cuantos existen, solté tal salmodia como premonición de la muerte que cuando terminé me aplaudieron.

No podía creerlo. Me aplaudieron en el banco, quizá ya puedo morir realizada como justiciera posmoderna.
Entonces rubia matona de clase mundial me rogó que me sentara, la frustración reverberaba en cada poro de su piel.

Cuando arregló mi asunto, —en sólo diez minutos; abonó puntos de recompensa en mi membresía de cliente frecuente para compensar mi “experiencia negativa” como le llaman ellos pero ustedes y yo sabemos que se dice chingadera o putada. Volvió a decirme que su alfa y omega estaba en el cuaderno, que lo considerara para la próxima vez.
Me levanté sin darle la mano.

Entre la masa de los pobres clientes que aún no eran atendidos, me escurrí hasta el cuaderno y escribí un mensaje un par de hojas después de la que ese día utilizaban.

Estaba por soltar la pluma y salir corriendo pero me detuve. Un temple artero vino a mí y con toda calma repetí el texto tres veces, saltando varias hojas en blanco entre un grafiti de protesta y otro.

Me emociona pensar que a lo largo de varias semanas irán encontrando mi mensaje:

“Dejen de decir que son un banco de clase mundial como si el mundo fuera algo para presumir. Pendejos”

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