Iñárritu pide la vez en el Lido
Tras la tempestad, suele llegar la calma. Si la semana arrancaba con cielo encapotado sobre Venecia, ayer, durante la primera jornada del certamen de cine más viejo del mundo, que cumple 71 años, lucía el sol para felicidad de los fotógrafos y de los curiosos que se acercan a la isla de Lido a ver si entre tanta cabeza y flashazo logran atisbar a un famoso. Para los próximos días se anuncian nubarrones, cuando desembarque el fin de semana Al Pacino en esta ciudad y coja el acostumbrado vaporetto para trasladarse de pantalán a pantalán volverán a abrirse los cielos. Lo que guarda un extraordinario parecido con la programación del certamen estas primeras jornadas. La única nota que rompió la tranquilidad fue una manifestación por la tarde en protesta por las deudas económicas que el Gobierno local tiene con sus ciudadanos y que hizo todo el ruido posible para molestar en la alfombra roja de la gala de inauguración.
Para salvar los muebles (Venecia sufre en su enfrentamiento con Toronto, el gran mercado otoñal cinematográfico), el certamen lleva dos años abonado a una apertura mexicana: si en 2013 Gravity, de Alfonso Cuarón, empezó aquí su despegue hacia los Oscar, ayer Birdman, de Alejandro González Iñárritu, de 51 años, arrancó también lo que parece otra senda paralela hacia los premios de Hollywood. Cuarón e Iñárritu han apostado en ambos casos por virguerías formales y por la dirección de fotografía de Emmanuel Lubezki. Poco más comparten las películas de dos amigos que se llevan año y medio de diferencia de edad y que junto a Guillermo del Toro han formado el trío de oro del cine mexicano en Hollywood. Iñárritu siempre fue el más oscuro, el que más rápidamente entraba en disquisiciones sobre la trascendencia, el alma y la muerte: Amores perros, Babel, 21 gramos y Biutiful lo atestiguan. Su apodo, El negro, no solo se refiere al color habitual de su vestimenta, sino a los temas que trata en su cine. O trataba, hasta Birdman.
En lo del vestuario sigue igual. De negro. Se ha dejado perilla mosquetera y la barba resplandece cana. Café en mano, González Iñárritu encara la promoción de Venecia de buen humor. “Estoy perdiendo mi virginidad a la hora de explicar la película, así que me iré inventando las respuestas”. No le gustan los festivales: “Hay muchas hormigas y pequeños egos en constante enfrentamiento. No los disfruto, los premios son irreales en general, incluso infantiles. Exponer tu trabajo es hermoso, porque compartes tu labor, pero desde luego es antinatural”. En Birdman su actor protagonista, al que da vida un prodigioso Michael Keaton, intenta dejar atrás todo un pasado como rostro conocido por dar vida a un superhéroe —el hombre pájaro del título— levantando una producción en los escenarios de Broadway que él mismo dirige y protagoniza, y que se basa en su propia adaptación de un cuento de Raymond Carver, De qué hablamos cuando hablamos de amor. A su alrededor, el mundo roza el colapso: el presupuesto se tambalea y por ello contratan como coprotagonista a un actor de Hollywood; sus relaciones sentimentales —con su hija, con su exesposa, con su actual pareja— naufragan, pero él sigue con su objetivo, el de rendir homenaje a un escritor al que conoció al inicio de su carrera y que le regaló manuscrita en una servilleta una nota de aliento. “Escogí a Carver porque, además de que admire su obra, es una muy mala idea adaptar un cuento corto de él. Es un suicidio artístico al que se lanza el personaje. También quería que la obra que él adaptase tuviera que ver con su propia realidad, la búsqueda del amor”. Carver ha estado en la obra de Iñárritu, en su fascinación por vertebrar y cruzar historias cortas. “Soy fan de él desde los 16 años. Ahora me he hecho amigo de su viuda, y si hay referencias a él en mi cine me siento muy honrado”.
Michael Winterbottom hizo una hermosa película, A cock and bull story, sobre la imposibilidad de adaptar al cine un libro como Tristram Shandy, y el producto final desprendía el espíritu de la novela de Laurence Sterne. Puede que Birdman siga esa senda, hoy con Carver. “Cuando lees a Carver descubres mucho de los personajes pero no sabes de dónde sale. Por eso la película lleva el subtitulo de La inesperada virtud de la ignorancia, porque esa ignorancia atrevida te lleva a otra realidad que puede que ni intuyeras”.
Michael Keaton siempre fue la primera opción para Iñárritu. “Le envié el guion, le invité a cenar los tres días, nos bebimos una botella de vino y solo entonces me preguntó si pretendía burlarme de él. Por supuesto que no, lo que yo quería era alguien que transitara fácilmente del drama a la comedia, que tuviera talento para ambos géneros. Y por supuesto, estaba su pasado: pocas personas en la Tierra se han puesto esa capa [la de Batman] y han reinventado un género, el de los superhéroes, que hoy ha envenenado todo el mundo”. En cambio, el cineasta mexicano no encuentra respuesta fácil ante la duda de que si su película es un drama teñido de humor negro o una comedia que se toma muy en serio. “Si hay humor, proviene del protagonista. Veo al personaje de Keaton como un Quijote, y las chispas humorísticas saltan del choque de la realidad absolutamente ingobernable con sus solemnes y pretenciosas ambiciones. Creo que en el fondo así es nuestra vida, ¿no? La vida no es solemne, sino que se burla de nosotros todos los días”. Que alguien como Iñárritu diga algo así choca. “Ya era hora de que yo mismo me divirtiera un poco. Después de tanto plato mexicano tan picante uno merece algo de dulce[RISAS]”.
Lubezki aporta otra parte fundamental de Birdman: “El Chivo [su apodo] es un gran artista. Colaboramos en un corto para Cannes hace siete años y siempre hemos buscado un trabajo con el que reunirnos. Llegó el momento”. Iñárritu ha llegado al meollo de Birdman: el cineasta de las historias deconstruidas y entrelazadas opta ahora por un único plano secuencia para todo el metraje, que es respetuoso en lo espacial, aunque no en lo temporal, porque en la acción se condensan varias semanas. “Empecé a escribir y sentí que ese era el formato adecuado para explorar el ego que todos tenemos. Así que encerré a ese personaje en ese laberinto, para que el público viviera la experiencia no desde fuera, atisbando a esta rata encerrada, sino desde sus zapatos. Quería, de forma talibana, que la gente viviese ese punto de vista. Al no haber fragmentación vas en contra de la naturaleza del cine y ahí radicó la complicación. Todo se diseñó al revés, porque empecé desde ese plano secuencia, desde ese espacio, y después fui encontrando las palabras… Es un experimento irresponsable”. Puede que por eso recuerde en lo formal a La soga, de Hitchcock, aunque en lo temático esté más cerca de Qué ruina de función o de JCVD. “En lo personal reconozco que [RISAS]La soga[/RISAS] no es una película que celebre mucho y sí creo que tiene algo de Max Ophüls, de Robert Altman, de Billy Wilder o de Sidney Lumet. Sobre todo de Ophüls”.
¿Es el plano secuencia el más natural o el más artificial? “Toda mi vida pensé que era el más artificial y hace poco descubrí todo lo contrario. Cuando nos despertamos, abrimos los ojos, nos levantamos y vivimos un plano secuencia diario. El montaje sólo existe para relatar una historia, no para vivir. Por eso me gusta esta película, porque se parece más a nuestra experiencia que cualquier otra. Estamos atrapados en un plano secuencia, no podemos escaparnos”. Cada largometraje de Iñárritu supone un reto para el espectador, pero él mismo sabía que se estaba encerrando en un callejón sin salida. “Me aburría lo que estaba haciendo. El drama me tenía exhausto. Siempre he sido un disconforme, y muy autodestructivo laboralmente. Tiendo a la reinvención artística [el cineasta fue dj radiofónico y director publicitario además de creador de formatos televisivos antes de saltar al cine]. Decidí soltarme de la escalera a la que estaba agarrado y si caía, bien, y si subía, mejor. Me costó mucho levantar la producción, pero de verdad necesitaba esta frescura. Es la única vez en que me he reído en un rodaje, y eso que estaba aterrado, en el mejor sentido, por el reto y muy concentrado en los problemas técnicos”.
Del Toro, Cuarón, Iñárritu. Han marcado el cine mundial. «Me siento muy afortunado de disfrutar de nuestra amistad. Bueno, de ellos y de otros más jóvenes como Carlos Reygadas [que aparece en los agradecimientos]. Realmente comemos, nos emborrachamos, gozamos de nuestras cosas… A veces el cine te lo da todo y otras te lo quita. Y aquí se ha portado muy bien, llevándonos a compartir grandes experiencias. Ha sido muy hermoso. ¿Si somos influyentes? No lo sé, ni me lo planteo. En este caso sencillamente he disfrutado del placer de hacer una película. Y encantado».
[En la imagen superior: Emma Stone firma autógrafos durante el estreno de ‘Birdman’. / FRANCO ORIGLIA (GETTY IMAGES)]