Incomprensión de la derrota
Hay dos indicadores que presagian el fin del gobierno. En primer lugar, el resultado electoral del pasado 6 de diciembre. La alta participación electoral, el carácter plebiscitario de la elección, la amplísima ventaja a favor de la oposición, la ruptura del voto segmentado socialmente y un racimo de datos cualitativos que denotan el hastío y rechazo de la población, para esta forma ya malsana de conducir las políticas y las relaciones del Estado con la sociedad, dejan bastante claro que hemos llegado al fin de un ciclo, a la terminación del populismo petrolero que inauguró y mantuvo el presidente Chávez.
El segundo indicador, si bien no es más que una reafirmación de una de las incapacidades que ya hemos visto a lo largo de estos dos años del gobierno de Maduro, es la inmensa dificultad que tienen para leer los signos de los tiempos. Desde temprano, cuando la actual administración recién se iniciaba, no lograron interpretar la absoluta inviabilidad que implicaba hacer lo mismo cuando todo era distinto. Sin liderazgo, con un triunfo presidencial cuestionado y sin las bases materiales de sustentación (precio alto del petróleo), el gobierno optó por lo más cobarde, lo que exigía menos pensamiento, pero también lo que lo llevaría a la derrota de hoy. Hacer lo mismo y bautizarlo como legado.
Esa misma dificultad que tuvieron para interpretar la realidad económica la exhiben hoy pero para ignorar el cambio político-electoral que se les vino encima. Trepanados en el entendimiento (mitad por los intereses a cuestas, mitad por la pereza ideológica que evidencia su verbo), no terminan de entender lo que el pueblo les dijo hace dos días. Las explicaciones dadas, que llegan a tildar de traidor al propio pueblo, los llamados a administrar la victoria por quienes no supieron gerenciar la heredada, junto a la insistencia en el uso descontextualizado de los lugares comunes del presidente Chávez, dan claras señales de que estamos frente a una especie política sin capacidad evolutiva, con poca o ninguna posibilidad de adaptación a los cambios y, como todo proyecto sin atributos para aprender, destinado a la extinción.
La incapacidad de la que hablamos no tiene que ver con atributos relacionados con la idiotez o las pocas luces, aunque esto ayuda, para el caso del proyecto político oficial muy probablemente se deba a la estructura vertical de mando, el diseño cerrado de la organización y la toma de decisiones centrada en un órgano central poco permeable.
El presidente Chávez, entre las herencias que dejó, fue la de una organización política cuyos órganos de dirección tienen barreras de entradas muy altas. Ritos demostrativos de lealtad que llegan a tener que reconocer la omnisciencia del líder, o de la cúpula que dejó tras su muerte, lo cual no solamente no es cierta (ni antes, ni ahora), sino que además castra la crítica o impide la incorporación de nuevas ideas, en un catecismo que ya no funciona.
Todo lo anterior explica la soberbia, la doblez y el cinismo de las primeras declaratorias. No es un traspié, no se trata de un accidente, pequeño tropiezo o cualquier otro calificativo con el que se pretende minimizar la avalancha o el tsunami opositor.
Por fortuna, y por la orillas, algo de crítica interna aflora con timidez. Ojalá la atiendan; al cambio todavía le falta algo de tiempo, y cuanto menos se sufra, será mejor para todos.