Así como hay una superpotencia indispensable, Estados Unidos, según la ex secretaria de Estado Madeleine Albright, también hay un personaje político europeo indispensable, según el semanario The Economist, y este es Angela Merkel. Si no fuera por la obsesión alemana por la discreción y por su reticencia al protagonismo, Merkel sería reconocida como la líder del mundo libre, especialmente desde que Obama dejó la Casa Blanca y le sustituyó el presidente más atrabiliario, errático e irresponsable que haya encabezado el Gobierno de Washington.
El próximo domingo los alemanes tendrán la oportunidad de darle por cuarta vez una mayoría parlamentaria, algo prácticamente asegurado a la vista de las encuestas, en las que las listas socialdemócratas, con su candidato Martin Schulz a la cabeza, se hallan a una distancia inalcanzable —entre 15 y 17 puntos por detrás— para aspirar a algo más que entrar como socios minoritarios en un gobierno de gran coalición. La única incógnita que dilucidarán los electores será la fórmula de gobierno, en función de la composición del Parlamento, pero no la centralidad de la coalición conservadora CDU-CSU y de la figura indispensable de Merkel.
La tonalidad del cuarto mandato de Merkel en la cancillería dependerá de los socios que se vea obligada a escoger entre las tres opciones posibles en un mapa parlamentario en el que no se dan mayorías de gobierno en solitario. La opción más clara son los liberales del FDP, el socio habitual de la CDU-CSU en la coalición burguesa durante los años de la Alemania de Bonn, con los que también Merkel hizo gobierno en su segundo mandato entre 2009 y 2013. Para que esta fórmula sea posible los liberales deben salir del bache en el que se metieron hace cuatro años, cuando se quedaron sin representación parlamentaria por primera vez desde la fundación de la actual república.
Siempre está a mano la gran coalición, la fórmula que mejor refleja el consenso central de la política alemana, que lleva a gobernar juntos a los dos partidos concebidos para actuar como adversarios, uno en el Gobierno y el otro en la oposición, con el inconveniente de que dan cancha política a quienes serán los extremos, la izquierda radical Die Linke y el partido anti inmigración AfD (Alternative für Deustchland).
Hay todavía una tercera fórmula inédita, en la que una insuficiente mayoría parlamentaria conservadora-liberal se vería completada por los diputados verdes, dando lugar a la Jamaica, una improbable coalición en la que ondean, como en la bandera de la isla caribeña, los colores negro (CDU-CSU), amarillo (FDP) y verde (Die Grüne). Para Merkel, tendría el atractivo de estrenar socio de coalición con el partido que gobernó con su antecesor Schröder y dio a Alemania un destacado ministro de Exteriores como Joschka Fischer, en el gabinete que mejor representó la llegada al poder de la generación revolucionaria del 68. Sentar juntos a liberales y verdes es algo con una dificultad objetiva en los programas contradictorios de ambas formaciones, especialmente respecto a los refugiados y a las emisiones contaminantes de los automóviles, pero también en una cuestión de culturas políticas opuestas e incluso enemigas.
Con 12 años de experiencia como canciller a sus espaldas y otros cuatro por delante, Merkel superará pronto a Konrad Adenauer, que permaneció 14 años al frente de la república de Bonn (entre 1949 y 1963), e igualará a quien fue su mentor, el canciller de la Alemania unida, recientemente fallecido, Helmut Kohl. Si el primero inauguró una Alemania en paz y el segundo consiguió reunificarla, Merkel se ha encontrado con el reto de responsabilizarse del rumbo de Europa entera en la época de mayores turbulencias para el proyecto de integración, que coincide también con la quiebra del liderazgo mundial de Estados Unidos.
El récord de permanencia en la cancillería llegará en 2021, cuando Merkel cumpla 67 años, todavía a seis de alcanzar la edad de Adenauer cuando fue investido como el primer canciller de la República Federal. Aunque muchos especulan con su jubilación al término del próximo mandato, nada está escrito sobre la eventualidad de un quinto mandato al que se presentaría con la edad de Hillary Clinton cuando aspiró a la presidencia de EE UU. Esta eventualidad, ahora remota, dependerá de dos factores: de su capacidad para superarse a sí misma en su balance de gobierno, de forma que se encuentre entonces en buen estado de forma política y de imagen pública; y del punto en que se halle el centro derecha, en cuanto a cohesión y liderazgos alternativos, ahora inexistentes.
Merkel, a diferencia de Adenauer y Kohl, ha adquirido envergadura gracias a las crisis existenciales con las que ha tropezado. No es lo mismo la oportunidad de un momento inaugural, como la Hora Cero que presidió Adenauer, o la caída del Muro, que correspondió a Kohl, que la dificultad de dos crisis como la del euro y la de los refugiados, que han hecho gravitar el peligro de desaparición sobre la propia idea de Europa.
Buena parte del éxito de Merkel tiene que ver con la solidez del sistema político e institucional alemán, en el que ella ha conseguido ocupar e identificarse con el centro ideológico e incluso topográfico. Pero también cuenta su personalidad, reflexiva y dubitativa, pragmática y posideológica, capaz de arriesgar pero alejada de visiones y fantasías (esa vision thing, que no tenían tampoco ni Bush padre ni Helmut Kohl) y con un sentido moral que la alejan del cinismo y de la arrogancia tan característicos de la profesión política masculina.
Una reciente encuesta del Pew Research Center, realizada en 37 países, revela el impacto global de la canciller, en contraste con el desprestigio de Donald Trump, Vladímir Putin y Xi Jinping. Un 42% de la mediana mundial de las encuestas confía en Merkel frente a un 31% que expresa su desconfianza, cifras que en el caso de Trump son del 22% y el 74%, respectivamente. En Europa, el grado de confianza llega al 60%, con la particularidad de que el Pew subraya el notable apoyo con que cuenta la canciller en la opinión de izquierdas.
Un exceso de expectativas puede también traducirse en nuevas decepciones, sobre todo cuando quien la espera son la Unión Europea en la salida de la crisis y el mundo sin presidente de Estados Unidos. Le sucedió a Obama solo llegar a la Casa Blanca y le puede suceder a Merkel en su cuarta investidura como canciller. Las tareas alemanas que tiene ante sí no son menores y no podrá desatenderlas en nombre de unos liderazgos europeos y globales que suscitan más reticencias que entusiasmos entre sus compatriotas.
La economía se halla en excelente forma pero todavía vive en buena parte del impulso reformista de su antecesor Gerhard Schröder. El país no tiene las infraestructuras que necesita, producto entre otras cosas de su aversión al gasto y al endeudamiento. Siendo un gigante industrial, la rama más puntera que es la digital se halla subdesarrollada. El prestigio de su industria automovilística se halla erosionado por el fraude de las emisiones. Sigue cayendo la capacidad adquisitiva de los trabajadores peor pagados, en una buena demostración de que Alemania no se sustrae al incremento global de las desigualdades que ha presidido la reciente crisis. Y es muy inquietante su demografía declinante con una población cada vez más envejecida.
A pesar de las exigencias interiores, hay demanda de Merkel en Europa —con Macron a la espera de dar juntos el gran impulso europeo— y la hay en el mundo, con esos liderazgos populistas y autoritarios, Trump, Putin, Xi Jinping, que hacen todavía más urgente una brújula orientada por el derecho internacional y por los valores europeos que son los de Angela Merkel.