Ingmar Bergman: la soledad y la redención del amor
–Y bien, ¿todavía no se deprimen?
–¿Deberíamos estarlo?
–Quizá no han estado aquí lo suficiente. Pero la depresión vendrá. No sé por qué alguien viviría en Estocolmo, tan lejos de todo. Cuando vuelas hasta aquí desde el sur, todo es muy extraño. En primer lugar, hay casas y pueblos y aldeas; pero más allá sólo hay bosques y bosques y más bosques, tal vez un lago, y después más bosques con una larga carretera, también de vez en cuando una casa. Y luego, de repente, Estocolmo. Es perverso tener una ciudad tan arriba. Y aquí nos sentamos, sintiéndonos solos. Somos un país enorme; sin embargo, somos tan pocos, tan dispersos a través de él. Aquí la gente pasa su vida aislada en sus granjas y distanciados unos de los otros en sus hogares. Es terriblemente difícil para ellos, incluso cuando vienen a las ciudades y viven cerca de otras personas; en realidad no sirve de mucho. No saben cómo ponerse en contacto, comunicarse. Se mantienen apagados. Y nuestros inviernos no ayudan.
–¿A qué se refiere?
–Bueno, tenemos luz en invierno quizá solamente desde las ocho y media de la mañana hasta las dos y media de la tarde. Más arriba, al norte, a pocas horas de aquí, hay oscuridad todo el día. No hay nada de luz. Odio el invierno. Odio Estocolmo en invierno. Cuando me despierto durante el invierno –siempre me levanto a las seis, desde que era niño– miro la pared frente a mi ventana. Noviembre, diciembre, no hay luz en absoluto. Después, en enero, llega un pequeño hilo de luz. Cada mañana veo esa línea de luz hacerse un poco más grande. Esto es lo que me sostiene a través del oscuro y terrible invierno: ver esa línea de luz creciendo a medida que nos acercamos a la primavera.
–Si así se siente, ¿por qué no se va de Estocolmo durante el invierno y trabaja en climas más cálidos, en capitales cinematográficas como Roma o Hollywood?
–Las nuevas ciudades despiertan en mí muchas sensaciones. Me ofrecen demasiadas impresiones para experimentarlas al mismo tiempo; todas se amontonan sobre mí. Estar en una ciudad nueva me abruma, me inquieta.
–Se comenta que usted siente lo que ha llamado “el gran terror” cada vez que sale de Suecia. ¿Por eso nunca ha realizado una película fuera del país?
–No realmente; todo eso tiene que ver muy poco con hacer películas. Después de todo, los actores y los estudios son básicamente los mismos en todo el mundo. Lo que me preocupa de realizar una película en otro país es que podría encontrarme ante la pérdida de control artístico. Cuando hago una película debo controlarla desde el principio hasta que se estrena en las salas de cine. Crecí en Suecia, tengo mis raíces aquí, y nunca estoy frustrado profesionalmente, al menos no por los productores. He estado trabajando con prácticamente la misma gente durante casi veinte años; me han visto crecer. Las exigencias técnicas de la industria cinematográfica son esclavizantes; pero aquí todo funciona sin problemas en términos humanos: el camarógrafo, el operador, el jefe electricista. Todos nos conocemos y nos entendemos; no necesito decirles qué hacer. Esto es ideal y hace que el trabajo creativo –siempre tan difícil– resulte más sencillo. La idea de hacer una película para la industria estadunidense resulta muy tentadora, por obvias razones. Pero no es hacer la primera película en Hollywood lo que resulta tan difícil, sino la segunda. ¿Trabajar en otro país, con equipos más modernos, pero con mi misma gente, con la misma relación con mis productores, con el mismo control sobre la película que tengo aquí? No creo que sea muy probable.
–Se dice que no tiene mucha disposición para entrar en contacto con extraños, incluso en sus propios sets en Estocolmo, donde todas las visitas están prohibidas. ¿Por qué?
–¿Sabes lo que es hacer películas? Ocho horas diarias de trabajo duro para conseguir tres minutos de película. Y durante esas ocho horas quizá sólo se producen diez o doce minutos, si tienes suerte, de auténtica creación. Y tal vez no aparezcan. Luego tienes que prepararte para otras ocho horas y rezar para que esta ocasión tengas tus buenos diez minutos. Todo y todos en un set de cine deben estar en sintonía para encontrar esos minutos de verdadera creatividad. Tienes que mantener a los actores y a ti mismo en una especie de círculo encantado. Una presencia externa, incluso una completamente amigable, es básicamente ajena al proceso íntimo que está ocurriendo frente a él. Cada vez que hay un extraño en el set, corremos el riesgo de que parte de la síntesis de los actores –o de los técnicos, o de la mía– se vea afectada. Se necesita muy poco para destruir el delicado estado de ánimo de la inmersión total en nuestro trabajo. No podemos arriesgarnos a perder esos minutos vitales de verdadera creación. Las pocas veces que hice excepciones, siempre me arrepentí.
–Ha sido criticado no sólo por prohibir –e incluso expulsar– intrusos de sus sets, sino por arrebatos de rabia en los que, según se cuenta, arrancó teléfonos de las paredes y arrojó sillas a través de los vidrios de las cabinas de control. ¿Hay algo de verdad en estas historias?
–Sí. Cuando era joven, mucho más joven, como tantos muchachos no estaba seguro de mí mismo. Pero era muy ambicioso. Y cuando no estás seguro, cuando vacilas y necesitas afirmarte, o crees que lo haces, te vuelves agresivo al intentar salirte con la tuya. Bueno, eso es lo que me pasó a mí en un teatro de provincia donde yo era el nuevo director. Hoy no puedo comportarme de ese modo y esperar que mantenga el respeto de mis actores y de mis técnicos. Cuando conozco la importancia de cada minuto en un día de trabajo, cuando me doy cuenta de la necesidad suprema de establecer un estado de calma y seguridad en el set, ¿crees que podría o tendría derecho a complacerme de esa manera? Un director en un plató de cine es un poco como el capitán de un barco: debe ser respetado para ser obedecido. No me he comportado así en el trabajo desde que tenía quizá veinticinco o veintiséis años.
–Se dice que le ha costado trabajo reconocer algunas de sus propias películas cuando lee lo que dicen los críticos sobre sus méritos y significados. ¿Esto es verdad?
–He dejado de leer lo que se escribe acerca de mí o sobre mis películas. Es inútil molestarse. La mayoría de los críticos de cine saben muy poco sobre cómo se hace una película, tienen escasos conocimientos generales de cine o de cultura. Pero estamos empezando a tener una nueva generación de críticos sinceros y conocedores de cine. Como algunos de los jóvenes críticos franceses a los que leo. No siempre estoy de acuerdo con lo que dicen sobre mis películas, pero al menos son sinceros. La sinceridad me gusta, incluso cuando me es desfavorable.
–Es verdad, sus películas han recibido críticas desfavorables, entre otras razones, por los significados ocultos y la oscuridad de muchas de sus escenas y, en gran medida, por sus simbolismos. ¿Cree que estas acusaciones pueden tener cierta validez?
–Posiblemente, pero espero que no, porque creo que el deber más importante de cualquier cineasta es hacer una película comprensible para el público. También es lo más difícil. Las películas indescifrables son relativamente fáciles de hacer, pero no creo que un director deba realizar películas fáciles. Debería intentar llevar a su público un poco más lejos en cada nueva película. Es bueno que el público trabaje un poco. Pero el director nunca debe olvidar para quién está haciendo su película. En cualquier caso, no es tan importante que una persona que vea una de mis películas lo entienda aquí, en la cabeza, como sí lo es que lo entienda aquí, en el corazón. Esto es lo que importa.
–Cualquiera que sea la naturaleza de sus juicios, un gran número de críticos internacionales coinciden en situarlo en el primer lugar entre los cineastas del mundo. ¿Qué le parece esta aprobación?
–El éxito en el extranjero ha facilitado mucho mi trabajo en Suecia. No tengo que luchar tanto por cuestiones realmente ajenas que ocurren alrededor del trabajo creativo. Gracias al éxito me he ganado el derecho a que me dejen trabajar. Aunque, desde luego, el éxito es muy transitorio; es algo tan endeble estar a la moda. Por ejemplo, en París hace unos años yo era su director favorito. Luego vino Antonioni. ¿Quién es el nuevo? ¿Alguien tiene idea? Pero ya sabes, cuando estos jóvenes de la nouvelle vague comenzaron a hacer películas, me provocaban envidia, envidia de que hubieran visto todas las películas en la cinémathèque [filmoteca], de que conocieran todas las técnicas del cine. Ahora ya no. En el aspecto técnico, me he vuelto muy sólido. He adquirido confianza en mí mismo. Ahora puedo ver el trabajo de otros directores y ya no sentir celos o miedo. Sé que no tengo que hacerlo.
–¿Sus películas lo han influenciado o instruido en el desarrollo de su propio estilo y habilidades cinematográficas?
–He tenido que aprender por mi cuenta todo sobre películas. Para el teatro estudié con un anciano maravilloso en Gotemburgo, donde pasé cuatro años. Era un hombre duro, difícil, pero conocía el teatro y aprendí de él. Sin embargo, para el cine no había nadie. Antes de la guerra era un estudiante; después, durante la guerra, no pudimos ver ninguna película extranjera y, para el momento en que se terminó, yo estaba trabajando duro para mantener a una esposa y tres hijos. Pero, afortunadamente, soy por naturaleza un autodidacta, alguien que puede enseñarse a sí mismo, aunque a veces resulte algo incómodo. Los autodidactas a veces se aferran demasiado a la parte técnica, a la parte segura, y ponen muy en alto la perfección técnica. Creo que lo importante, lo más significativo, es tener algo que decir.
–¿Cree que los directores de la New Wave estadunidense tienen algo que decir?
–Sí. He visto solo algunos ejemplos de su trabajo, The Connection [de Shirley Clarke], Shadows [de John Cassavetes] y Pull My Daisy [de Robert Frank]; me gustaría ver muchas más. Pero, por lo que he visto, me gusta mucho más la New Wave estadunidense que la francesa. Son mucho más entusiastas, idealistas, más toscos, técnicamente menos perfectos y menos conocedores que los cineastas franceses, pero creo que tienen algo que decir, y eso es bueno. Eso es importante. Me
gustan.
–¿Le gustaron las películas rusas que ha visto?
–Muchísimo. Creo que pronto saldrá algo muy bueno de ellos. No sé por qué, pero lo presiento. ¿Viste La infancia de Iván [de Andréi Tarkovski]? Hay cosas extraordinarias en ella. Algunas son muy malas, por supuesto, pero hay verdadero talento y poder.
–¿Qué opina de los directores italianos?
–Fellini es maravilloso. Él es todo lo que no soy. Me gustaría ser él. Es tan barroco. Su trabajo es tan generoso, tan cálido, tan sencillo, tan poco neurótico. Me gustó mucho La Dolce Vita, especialmente la escena con el padre. Eso estuvo bien. Y el final, con el pez gigante. De Visconti me gustó su primera película, La Terra Trema; creo que es la mejor que realizó. Me gustó mucho La Notte de Antonioni.
–¿Las clasificaría entre las mejores películas que ha visto?
–No, ahora mismo creo que tengo tres películas contemporáneas favoritas: The Lady With The Dog [de Iosif Kheifits], Rashomon [de Akira Kurosawa] y Umberto D. [de Vittorio de Sica]. Ah, sí, y una cuarta: Mr. Hulot’s Holiday [de Jacques Tati]. Esa me encanta.
–Si nos permite, volvamos al tema de su propio trabajo. ¿De dónde sacó la idea para su última y más controvertida película, El silencio?
–De un viejo muy grande y gordo. Así fue. Hace cuatro años, cuando visité a un amigo en un hospital de acá, vi desde la ventana a un hombre muy mayor, enormemente gordo y paralizado, sentado en una silla bajo un árbol en el parque. Mientras lo observaba, cuatro alegres y bondadosas enfermeras salieron marchando, lo levantaron –con silla y todo– y lo llevaron de vuelta al hospital. La imagen de él, siendo cargado como un maniquí, se me quedó grabada, aunque no sabía exactamente por qué. Todo surgió de esa semilla, como han surgido la mayoría de mis películas: de algún pequeño incidente, de una sensación que tuve sobre algo, de una anécdota que alguien me contó, quizá de un gesto o de una expresión en la cara de un actor. Esto desencadena en mí un tipo de tensión muy especial, inmediatamente reconocible como tal para mí. En el nivel más profundo, por supuesto, las ideas para mis películas surgen de las presiones del espíritu; y estas presiones varían. Pero la mayoría de mis películas comienzan con una imagen o un sentimiento específico en torno al cual mi imaginación empieza a construir lentamente un detalle elaborado. Cada una de ellas se archiva en mi mente. Incluso a menudo las escribo en forma de notas. Así tengo toda una serie de archivos a la mano en mi cabeza. Por supuesto, pueden pasar varios años antes de que llegue a transformar esas sensaciones en algo tan concreto como un escenario. Pero cuando un proyecto empieza a tomar forma, entonces rebusco en uno de mis archivos mentales para una escena, en otro para un personaje. A veces el personaje que saco no se lleva bien con los demás en mi guión, así que tengo que devolverlo a su archivo y buscarlo en otra parte. Mis películas crecen como una bola de nieve, muy gradualmente, a partir de un solo copo de nieve. Al final, es común que no pueda ver el copo original que lo empezó todo.
–En el caso de El silencio, el “copo original” –ese anciano paralizado– es ciertamente difícil de discernir entre las escenas explícitas de coito y masturbación que despertaron reacciones tan acaloradas, tanto a favor como en contra. ¿Qué lo hizo decidirse a representar el sexo de forma tan gráfica en la pantalla?
–Durante muchos años fui tímido y convencional en la exposición del sexo en mis películas. Pero la manifestación del sexo es muy importante, particularmente para mí, porque, sobre todo, no quiero hacer películas meramente intelectuales. Quiero que el público sienta, que perciba mis películas. Para mí eso es mucho más importante que su entendimiento. Hay mucho en común entre una hermosa mañana de verano y el acto sexual, pero siento que he encontrado los medios cinematográficos para expresar sólo lo primero, y no lo otro, al menos por el momento. Sin embargo, lo que más me interesa es la anatomía interior del amor. Esto me parece mucho más significativo que la representación gráfica de lo sexual.
–¿Cómo persuadió a las actrices Thulin y Lindblom para que interpretaran los momentos explícitos en las escenas controversiales de la película?
–Exactamente del mismo modo que lo conseguí con todos mis otros actores para realizar cualquier escena en cualquiera de mis películas. Simplemente discutimos de manera tranquila y sencilla lo que debían hacer. Algunas personas dicen que hipnotizo a mis actores, que uso la magia para obtener las actuaciones que necesito. ¡Qué tontería! Todo lo que hago es tratar de darles la única cosa que todos quieren, la única cosa que un actor debe tener: confianza en sí mismo. Eso es todo
lo que cualquier actor quiere. Para estar seguro de que podrá dar de sí mismo todo lo que es capaz cuando el director se lo pida. Así que rodeo a mis actores con un aura de confianza. Hablo con ellos, no necesariamente sobre la escena en la que estamos trabajando, sino sólo para que se sientan seguros y tranquilos. Si eso es magia, entonces soy un brujo. Además, trabajar tantos años junto a las mismas personas –técnicos y actores– en nuestro propio mundo, privado, me ha facilitado la tarea de crear el ambiente de confianza necesario.
–¿Cómo concilia estas palabras con la siguiente declaración –que hizo hace cinco o seis años, cuando habló de su método para realizar películas–: “Prostituiría mi talento si eso favoreciera mi causa, robaría si no hubiera otra salida, mataría a mis amigos o a cualquier otra persona si eso ayudara a mi arte”?
–Digamos que estaba bastante a la defensiva cuando dije eso. Cuando uno está inseguro de sí mismo, cuando estás preocupado por tu postura y por ser un artista creativo, sientes la necesidad, como dije antes, de expresarte con mucha fuerza –con mucha asertividad– para resistir cualquier posible crítica. Pero una vez que finalmente alcanzas el éxito, te sientes libre de los imperativos del éxito. Dejas de preocuparte acerca de confrontaciones y puedes dedicarte a tu trabajo. La vida se vuelve mucho más fácil. Te gustas más a ti mismo. Me doy cuenta de que empiezo a disfrutar de muchas cosas que antes no disfrutaba y aprendí que hay muchas cosas que no conozco. Me siento un poco mayor –no mucho, pero sí un poco– y me gusta. Ya sabes, solía pensar que el compromiso en la vida, como en el arte, era impensable, que lo peor que podía hacer un hombre era comprometerse. Pero, por supuesto, hice concesiones. Todos las hacemos. Tenemos que hacerlas; de otra manera no podríamos vivir. Pero durante mucho tiempo no admití ante mí mismo –aunque, por supuesto, al mismo tiempo siempre lo supe– que yo también soy un hombre que se compromete. Pensé que podía estar por encima de todo. He aprendido que no puedo. He aprendido que lo que realmente importa es estar vivo. Estás vivo; no puedes estar de pie muerto o medio muerto, ¿verdad? Para mí, lo que cuenta es ser capaz de sentir. Eso es lo que Luz de invierno –mi película que la gente parece entender menos– está tratando de decir. Ahora que llevas unos días en Estocolmo en pleno invierno, creo que puedes empezar a entender un poco de qué se trata esta película. ¿Qué opinas de ella?
–Nos interesa más saber qué opina usted al respecto.
–Fue una película difícil, una de las más difíciles que hice hasta ahora. El público tiene que trabajar con ella. Es algo que progresa desde A través del espejo y que a su vez se trasladó a El silencio. Las tres están unidas. Mi preocupación básica, al hacerlas, fue dramatizar la importancia de la comunicación, de la capacidad de sentir. No se trata –como muchos críticos han teorizado– de Dios o su ausencia, sino de la fuerza salvadora del amor. La mayoría de las personas que aparecen en estas tres películas están muertas, completamente muertas. No saben amar, ni sentir ninguna emoción. Están perdidos porque no pueden aproximarse a nadie fuera de ellos mismos. El hombre de Luz de invierno, el pastor, no es nada. Está casi muerto, ¿entiendes?, casi totalmente aislado de todos. El personaje central es la mujer. Ella no cree en Dios, pero tiene fuerza; son las mujeres las que son fuertes. Ella puede amar. Puede salvar con su amor. Su problema es que no sabe cómo expresar este amor. Es fea, torpe. Ella lo asfixia y él la odia por eso y por su fealdad. Pero finalmente aprende a amar. Sólo al último, cuando están en la iglesia vacía para el servicio de las tres, en un punto en el cual se ha vuelto completamente insignificante para él, la oración de ella en cierto sentido es respondida: él corresponde a su amor continuando con el servicio en esa iglesia rural y vacía. Es su propio primer paso hacia las emociones, hacia el aprendizaje de cómo amar. Somos salvados no por Dios, sino por el amor. Eso es lo máximo que podemos esperar.
–¿Cómo se desarrolla este tema en las otras dos películas de la trilogía?
–Puedes ver que cada película tiene su momento de acercamiento, de comunicación humana: la frase “El padre me habló” al final de A través del espejo; el párroco que conduce la ceremonia en la iglesia vacía al final de Luz de invierno; el niño en el tren que lee la carta de Ester al final de El silencio. Un pequeño momento en cada película, pero crucial. Lo que más importa en la vida es poder establecer ese contacto con otro ser humano. De lo contrario, estás muerto, como lo están tantas personas hoy en día. Pero si puedes dar ese primer paso hacia la comunicación, hacia la comprensión, hacia el amor, entonces no importa lo difícil que pueda ser el futuro –y no te hagas ilusiones, incluso con todo el amor del mundo, vivir puede ser endiabladamente difícil–, porque entonces estarás a salvo. Esto es lo que realmente importa, ¿no?
–Muchos críticos consideraron que esta misma noción –la de salvarse de la soledad a través del amor– es también el tema de su película más conocida y de mayor éxito comercial, Las fresas silvestres, en la que el viejo médico, como escribió un crítico, “después de una vida de desapego emocional, aprende la lección de la piedad y se redime con este cambio en la efectividad”. ¿Tienen razón?
–Pero él no cambia. No puede. Eso es todo. No creo que la gente pueda cambiar, no de verdad, no fundamentalmente. ¿Tú lo crees? Pueden tener un momento de iluminación, pueden verse a sí mismos, tener conciencia de lo que son, pero eso es lo máximo que pueden esperar. En Luz de Invierno, la mujer –la fuerte– puede verlo. Tiene su momento de conciencia, pero eso no cambiará su vida. Todos tendrán una vida terrible. Por nada del mundo haría una película sobre lo que les ocurre después. Tendrán que arreglárselas sin mí.
–A propósito del personaje de Marta en Luz de invierno, ha sido muy elogiado por su representación solidaria y por el conocimiento de las mujeres protagonistas en sus películas. ¿Cómo es…?
–Vas a preguntar cómo es que entiendo tan bien a las mujeres. Las mujeres solían interesarme como tema, porque eran tan ridículamente tratadas y mostradas en películas. Simplemente las mostré como son en realidad o, al menos, más cerca que las representaciones tontas que hicieron de ellas en las películas de los años treinta y cuarenta. Cualquier tratamiento razonablemente realista se veía extraordinario en comparación con lo que se estaba haciendo. Sin embargo, en los últimos años he comenzado a darme cuenta de que las mujeres son esencialmente iguales a los hombres, y que ambos tienen los mismos problemas. No pienso en que existan problemas o historias propias de las mujeres, como tampoco pienso que haya problemas o historias propias de los hombres; todas son problemas humanos. Es la gente la que me interesa ahora.
–¿Su próxima película será de alguna manera una continuación del tema elaborado en su reciente trilogía?
–No, mi nueva película –y la última por un tiempo– es una comedia, una comedia erótica, una historia de fantasmas, y mi primera película en color.
–¿Cómo se llama?
Esas mujeres. Puede que les guste en Estados Unidos: el tema musical es “Yes, We Have No Bananas” [de Louis Prima]. De todos modos, a mí me divirtió. Ya le mencioné a un escritor sueco que espero que inicie pronto la temporada Bergman Ballyhoo [publicidad sensacionalista]. No hace mucho que terminé el corte final. Sabes, no me importa en absoluto editar o cortar mis películas. No tengo ese sentimiento de amor-odio que guardan algunos directores hacia la edición de su propio trabajo. David Lean me dijo una vez que no podía soportar la tarea de editar, que literalmente lo ponía enfermo. Yo no siento eso en absoluto. Soy completamente antineurótico en ese sentido.
Traducción de Roberto Bernal.