Es bien sabido, a esta altura, que Uruguay tiene una de las pocas democracias plenas del mundo (según el análisis de Economist Intelligence Unit). También es sabido que suele encabezar (con Costa Rica y Chile) los rankings regionales de calidad de la democracia. Una parte de la explicación seguramente es económico-social. Desde los tiempos coloniales no tuvimos como, una vez más, explicara Carlos Real de Azúa, una oligarquía potente y unificada. Tempranamente, además, y en gran medida gracias el extraordinario empuje de José Batlle y Ordóñez, se desarrolló una amplia clase media. Pero ni la distribución de bienes y la estructura de clases de por sí aseguran la instauración, la persistencia y el perfeccionamiento de las democracias. No hay forma de dar cuenta de la trayectoria de esta extraordinaria y delicadísima criatura sin detenerse en la política misma. Tenemos una vida política saludable porque los distintos actores de nuestra «comunidad de práctica democrática» (evoco, ahora, a Emanuel Adler), experimentó distintos caminos y fue aprendiendo de sus errores. Tenemos una buena democracia porque los caudillos colorados y blancos lucharon hasta la muerte por el poder hasta que aprendieron a compartirlo y a respetar las reglas que hicieron posible la alternancia. Tenemos una buena democracia porque los «doctores» (elitistas, sí; hijos de su tiempo, desde luego) que nunca se resignaron a criticar la política caudillista, insistieron en proponer fórmulas institucionales orientadas a la pacificación del país. Tenemos, en suma, una buena democracia, porque generación tras generación, desde los albores de la nuestra vida como república, hemos elaborado mucho acerca de fórmulas concretas. No es casualidad. El éxito es hijo del esfuerzo, de la reflexión, del debate público, de la experimentación institucional.
1917 fue un hito fundamental. La Convención Nacional Constituyente electa en 1916 elaboró, luego de complejas negociaciones entre colegialistas y anticolegialistas, un diseño institucional audaz e innovador que dividió el poder y permitió la instauración de la poliarquía en nuestro país. Cincuenta años después entró en vigencia otra constitución clave, elaborada en plena crisis económica, social y política. La constitución del 67, muy resistida en su momento, terminó ofreciendo un equilibrio más funcional que las anteriores entre autoridad y libertad. Reforzó las competencias del Poder Ejecutivo en nombre de la gobernabilidad sin herir la división de poderes y las garantías contra el poder absoluto y arbitrario inherentes al presidencialismo. Hizo posible, además, recogiendo recomendaciones del Plan de Desarrollo de la CIDE, otras innovaciones de porte mayor como la tantas veces postergada creación del Banco Central, la instalación de la OPP y la puesta en marcha de la Oficina Nacional del Servicio Civil. A la salida de la dictadura, luego de mucho debate político y académico respecto a las fallas institucionales que habrían facilitado el quiebre de la democracia (discusión a la que nuestro recordado Luis Eduardo González hiciera un aporte mayúsculo), y de algunos intentos fallidos como la «maxirreforma», los partidos terminaron negociando y aprobando enmiendas institucionales muy importantes. Colorados y blancos, en nombre de la modernización de sus partidos y de la gobernabilidad, aceptaron modificar algunas reglas de juego básicas. Se estableció, por ejemplo, la regla de las candidaturas únicas por partido, histórico reclamo de la izquierda política e intelectual. Asimismo, también en nombre de la gobernabilidad pero tomando nota del continuo ascenso electoral del Frente Amplio (el Encuentro Progresista, con Tabaré Vázquez como candidato por primera vez, había arañado el triunfo en 1994), instauraron la exigencia del balotaje.
A cincuenta años de la entrada en vigencia de la Constitución de 1967 y a veinte años de la entrada en vigencia de las enmiendas de 1997 es conveniente hacer un balance. Como siempre, como ha sido tradicional en la política uruguaya, es necesario abrir un espacio en el que puedan escucharse todas las voces, las de políticos y académicos. No creo que haya mucha controversia sobre el legado de la constitución de 1967. Pero sí es preciso debatir a fondo sobre las enmiendas de 1997. En su momento las principales innovaciones propuestas dividieron profundamente a los partidos. Sospecho que siguen existiendo puntos de vista muy diferentes sobre objetivos propuestos y resultados alcanzados. El Instituto de Ciencia Política (FCS-Udelar) se ha propuesto facilitar esta conversación organizando una «Jornada de balance» de ambas reformas.1
La discusión no debería limitarse a la agenda de reformas instituciones que fuera propuesta hace medio siglo o dos décadas. Es necesario que la creatividad política no se detenga. Es cada vez más evidente que Uruguay tiene que abordar nuevos desafíos en materia de estructuras políticas. La descentralización, durante los últimos veinte años, ha tenido varios impulsos fuertes. Pero tanto el segundo nivel de gobierno como el tercero merecen ser analizados a fondo. Los intendentes no tienen suficientes controles (Montesquieu brilla por su ausencia). Los alcaldes no tienen suficientes recursos. Por otro lado, urge discutir sin miopía la cuestión del voto desde el exterior. ¿Hasta cuándo podrán votar solamente los ciudadanos uruguayos, que residiendo en el extranjero, pueden pagar su pasaje a Uruguay en el momento de las elecciones? Hay otros temas pendientes. Hay que atreverse a hincarles el diente. Nuestra comunidad de práctica democrática a lo largo de la historia no ha tenido temor ni a la controversia ni a la innovación. Debe seguir estando a la altura de esa tradición. 1 La información sobre esta actividad está disponible en: http://cienciassociales.edu.uy/institutodecienciapolitica/noticias/evento-jornadas-de-balance-la-constitucion-1967-y-la-reforma-del-97/
Adolfo Garcé: Doctor en Ciencia Política, docente e investigador en el Instituto de Ciencia Política, Facultad de Ciencias Sociales, Udelar
adolfogarce@gmail.com