Irene o poner la cara
Montero aprieta la mandíbula, se ciñe la trenza y sube a pelear y a defender lo indefendible como si fuera una luchadora de la UFC
Pocas críticas más se pueden hacer a Irene Montero. De la ministra de Igualdad se ha escrito de todo y, en gran medida, su descrédito se compadece con un ejercicio político que ha frisado la ficción. El mejor ejemplo lo encontramos en su defensa, con la fe del muyahidín, de una ley como la del ‘sí es sí’cuyo desastre ha quedado probado con una evidencia que para sí querría el más exigente de los empiristas. Para redondear la puesta en escena patafísica de la función, fue ella la que subió a representar al Gobierno en la tribuna de oradores para que, inmediatamente después, la parte mollar de la coalición apuntillara su ley estrella. Algún genio maligno, como el que imaginó Descartes, ha debido escribir este cruel guion.
Sin embargo, algo hay que concederle a la ministra Montero. Durante meses la hemos escuchado predicar acerca de la necesidad de ‘poner el cuerpo’, en una expresión cara entre los círculos feministas en la que se intenta replicar la dignidad de quienes, de verdad, exponen la carne contra el fuego. El recurso, naturalmente, es un ardid tan poco honroso como el de aquellos que se ponen el triángulo rojo de los antifascistas de Dachau en el perfil de Twitter, pero para quienes viven instalados en la pubertad política todo son signos, relato y heroísmo impostado.
A Irene se le podrán objetar muchas cosas, pero en su ceguera ideológica nadie la podrá tildar de incoherente. Y por imperativo aristotélico, aquello de no contradecirse creo que sigue teniendo algún valor. La ministra está dolida y siente en la piel la derrota de unas ideas que ya no resultan verosímiles para casi nadie. Pero ella aprieta la mandíbula, se ciñe la trenza y sube a pelear y a defender lo indefendible como si fuera una luchadora de la UFC. La pena son los brotes cursis. Ya no le quedan victorias posibles y no pelea por una causa justa, pero ahí la tienen: como ese soldado solitario que, ya con todos sus compañeros abatidos, empuña un cuchillo y se lanza contra una línea de enemigos armados con ametralladoras. Irene ya ha caído, aunque se mantenga en pie. La neurosis ideológica, la injusticia de su causa y la traición de sus próximos son el motivo de su derrota.
A su lado, sin embargo, con el voto emitido por adelantado, compareció una vez más Yolanda Díaz, a quien nunca la veremos fijar posición sobre una opción que pueda manchar su nívea túnica de candidata. Es bonito compartir suerte con los compañeros y defender causas perdidas por amor, por estricta lealtad o por camaradería. Pero ese mundo no existe para la vicepresidenta, que acabará matándolos a besos a todos. La antigua profecía de Errejón se ha cumplido y Podemos ya no existe. Con todo: es de justicia reconocer los méritos al adversario caído. Irene peleó como una fanática, pero en esa convicción alucinada fue una mujer valiente.