Irene Vallejo: Acrobacias en la cama
Conoces bien esos momentos íntimos, altamente inflamables, de fogosidad encendida y apasionada, también llamados comidas de domingo. A veces, en esas sobremesas familiares estallan discusiones largas, virulentas y resbaladizas. La trifulca se alborota y, de pronto, en medio de una frase exaltada, te visita una certeza repentina: has empezado a exagerar tu indignación, lo que dices no es lo que piensas, estás deformando tus propias ideas. La obsesión por acomodar la realidad a la estrechez de nuestros intereses se denomina “síndrome de Procusto” en honor a una leyenda griega. Se cuenta que el héroe Teseo llegó una noche a un tenebroso motel en las colinas, estilo Psicosis, regentado por Procusto, un bandido que ofrecía posada al viajero confiado y solitario. Aquel temprano Norman Bates acompañaba amablemente a su huésped a una cama de hierro donde, una vez dormido, lo ataba y amordazaba. Si era alto y sobresalía, le cortaba los pies; si era de baja estatura, lo descoyuntaba a martillazos hasta alargarlo. El asesino en serie, cuyo nombre en griego significaba “el estirador”, prolongó su reinado del terror hasta que Teseo lo mató aplicándole el mismo tormento.
Procusto simboliza a quienes fuerzan los hechos hasta que se ajustan a sus expectativas, como los ideólogos, políticos y opinadores que distorsionan los datos para apuntalar sus hipótesis. Pero no son los únicos. Nuestros cerebros, como los lechos de la posada del crimen, padecen el sesgo de confirmación, es decir, la tendencia a creer los indicios que afianzan nuestra visión del mundo, y desdeñar cualquier información que la contradiga. Aprendices de bandido, nos gusta que los acontecimientos encajen en nuestras ideas previas y nos devuelvan el brillo artificial de los deseos cumplidos.
En casos extremos, las personas con tendencia a estirar la talla de las cosas terminan por habitar una realidad paralela. Billy Wilder retrató en Sunset Boulevard la fábrica de los sueños como una factoría de delirios. La protagonista, Norma Desmond, es una olvidada estrella de cine mudo parapetada en su mansión, al frente de un séquito fantasmal de criados, como si el mundo aún obedeciera a su voluntad. Al reconocerla, William Holden exclama: “Era usted grande”, y ella replica con una fabulosa frase procustea: “Soy grande. Es el cine el que se ha hecho pequeño”. La voz en off compara a Norma con la señorita Havisham, personaje de Grandes esperanzas, de Dickens, una mujer abandonada por carta instantes antes de la boda, en un anticipo de las rupturas por Wasap. Desde entonces vive sola en su ruinoso palacio, sin quitarse nunca su vestido de novia, con la tarta nupcial sobre la mesa y los relojes parados a la hora exacta en la que llegó la noticia insoportable.
Esta actitud es inherente al ser humano y aparece incluso sin mala intención. Como explica Will Storr en La ciencia de contar historias, nuestro cerebro es un órgano narrativo y tiende a someter la información que recibe a la trama de nuestro relato interior. Dedicamos grandes esfuerzos a construirnos una visión del mundo y somos reacios a dejarla desmoronarse cuando una evidencia la resquebraja. A veces ese intento de amordazar los acontecimientos esconde un trasfondo de angustia y naufragio, como ocurre al conmovedor protagonista de Los adioses, de Juan Carlos Onetti. Un desconocido llega a un pueblo para ingresar en un sanatorio pero, en lugar de obedecer a los médicos, se hospeda en un hotel, atrincherado en la negación: “empecinado, ignorando los remolinos del tiempo; defendiéndose con las ropas, el sombrero y los polvorientos zapatos de la aceptación de estar enfermo y separado; aplicado con una dulce y vieja tenacidad a persuadir y sobornar lo que estaba mirando”.
Solemos creer que quienes piensan distinto adaptan lo evidente al molde de sus prejuicios: Procustos solo son los demás. Sin embargo, esta es una tendencia arraigada; todos nos negamos a que las evidencias arruinen una buena certeza. Quizá lo más sensato sea abrirnos a modular o demoler ciertas convicciones, si no queremos vivir siempre cautivos de nuestras normas —como Norman y Norma— en una realidad basada en hechos ficticios.