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Irene Vallejo: Alas de cera

Lo habitual no es el éxito, sino estrellarnos y levantarnos del suelo con rasguños y olor a chamusquina

 

Quien lo vivió, lo sabe. El temblor del teléfono que rompe el sueño en la madrugada. Esa angustia muda en la sala de espera del hospital, donde callamos con un silencio roído por los miedos. Un accidente, un duelo, un diagnóstico, un despido, una soga económica, la asfixia repentina. Hay instantes sin retorno, sacudidas que nos arrojan en mil pedazos contra el suelo.

Nuestras caídas y alas rotas nos convierten en herederos de Ícaro. Se cuenta que Dédalo, arquitecto ateniense, fue encarcelado con su hijo Ícaro en el famoso laberinto de Creta que él mismo había construido. Afligido, el padre observaba a los pájaros surcar libres el cielo sin muros. Así ideó unas alas de cera y plumas que, mediante un arnés, permitían huir como las aves. Su hijo se elevó cada vez más alto, en atrevido vuelo. Entonces el sol empezó a derretir la cera y las alas se deshicieron suavemente, pluma a pluma, hasta dejar al joven, como en una escena de dibujos animados, agitando los brazos desnudos en el aire. Cayó en picado y las aguas azules lo engulleron.

La vida es vaivén, hay que convivir con sus altibajos: nos fabricamos alas —ilusos—, creemos volar, pero la adversidad nos despeña. Las consignas que escuchamos a diario —decide tu suerte, el éxito depende solo de ti— intentan embridar el miedo con promesas de poder, pero no somos dueños del futuro ni capitanas de nuestro destino. Quienes llaman oportunidades a las crisis terminan por acusar a los más desvalidos de su naufragio. No se puede estar totalmente a salvo, menos aún cuando la incertidumbre, la oscuridad y las dificultades se precipitan sobre nosotros. Según Homero, el dios Zeus poseía dos vasijas y repartía su contenido entre los humanos: de una sacaba bienes y de la otra males. Para algunos desgraciados todo son calamidades, pero nadie recibe solo beneficios.

En El rey pescador, el director Terry Gilliam creó una insólita comedia de héroes magullados. El arrogante Jack es una estrella de radio que vive en un lujoso apartamento de Manhattan, hasta que, involuntariamente, sus afiladas palabras instigan un tiroteo en un restaurante. En plena espiral de autodestrucción, entabla amistad con un mendigo, Perry, que sobrevivió a la misma masacre, pero vio morir a su mujer en sus brazos. Desde entonces sufre una alucinación recurrente donde un temible caballero rojo envuelto en fuego lo persigue. Jack y Perry, esa pareja de Ícaros cochambrosos y chamuscados, se obsesionan por revivir la leyenda artúrica en la Nueva York eufórica de los años noventa, entre coros de vagabundos y pacientes de psiquiátrico, bailes en Central Station y pudorosas declaraciones de amor en la sección porno de un mugriento videoclub. Solo estos dos descalabrados héroes podrán encontrar el grial. En su descenso a la marginalidad, el cineasta parecía advertir las alas de cera que sostenían en el aire aquel espejismo de efímera prosperidad.

Nuestros ancestros pensaban que las caídas y cumbres retratan dos caras inherentes a la vida. Por eso imaginaron también mitos de redención y renacimiento, como la búsqueda del grial o el ave fénix, un pájaro milagroso que, al intuir su propia muerte, se envolvía en mirra, cinamomo, canela, áloe y nardo. Súbitamente el sol prendía fuego a ese nido de aromas, el animal ardía y así renacía de sus cenizas.

Fénix es un símbolo universal que, además de dar nombre a la ciudad estadounidense de Phoenix, emparenta con otras criaturas mágicas del folclore tradicional: la Bennu egipcia, la Anqa árabe, la Fenghuang china, la Quetzalcóatl mexicana. Esas aves legendarias simbolizan la tenacidad humana al alzar el vuelo tras cada batacazo. Como escribió Emily Dickinson, la esperanza es ese ser de pluma que entona su melodía sin palabras, en la ventisca. La sabiduría antigua, tan ajena al pensamiento positivo, nos recuerda que lo habitual no es el éxito, sino estrellarnos y levantarnos del suelo con rasguños y olor a chamusquina; conocer las dos vasijas, las alas derretidas, los caballeros rojos o los heraldos negros; caer por todo lo alto para después intentar resurgir. El futuro nunca se somete a recetas infalibles, es un enigma: nadie sabe cuántos nacimientos tenemos por delante.

 

 

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