La enfermedad nos convierte en seres frágiles sorprendidos ante la
propia debilidad. Todos los que han perdido la salud saben cuánto
importa, además del tratamiento, el trato. La palabra cuidar deriva
de la palabra latina cogitare (“pensar”), en el sentido de “prestar
atención, poner solicitud”.
Los médicos de la antigua Grecia sabían que, para la eficacia del
tratamiento, es esencial ser bondadoso con el enfermo, alentando
su esperanza. Los escritos hipocráticos recomiendan “diligencia,
calma, habilidad y, en momentos duros, consolar con palabras
atentas y cargadas de buena voluntad”. En la mitología griega, la
atención y el cuidado de los enfermos estaban encomendados a las
manos femeninas de dos amables diosas, hijas de Asclepio, el dios
de la medicina: Higía y Panacea. La primera se ocupaba de la
limpieza y la sanidad humanas, por eso ha legado su nombre a la
higiene; la segunda conocía las medicinas elaboradas con plantas y
su nombre se aplica a los remedios universales. La enfermería
actual, heredera de la labor de las hijas de Asclepio, es un oficio que
atesora conocimientos técnicos sobre prevención, higiene y
tratamiento. En los últimos años, dentro de la profesión, se ha
comenzado a reivindicar el valor de los “cuidados invisibles”, esos
gestos que no quedan registrados en ninguna bitácora médica, que
no son aparentemente clínicos, como las caricias, la sonrisa o las
palabras reconfortantes, pero que, hoy lo sabemos, tienen gran
importancia para la curación de nuestras dolencias. Esas atenciones
que, aunque no constan, cuentan.