Leer nos ayuda a hablar. Gracias a la lectura conquistamos
habilidad verbal y abundancia. Así nuestras ideas, llevadas por un
impulso fácil, se transforman más ligeras en palabras. “Los libros
hacen los labios”, escribió Quintiliano hace unos veinte siglos, con el
aval de una larga trayectoria. Trabajó durante veinte años en Roma
como maestro de retórica, es decir, como experto en el uso de
palabras certeras y poderosas. Su profesión le hizo comprender que
en lo leído está el vocabulario de nuestras propias vidas, con el que
se las contamos a los demás y nos las contamos a nosotros
mismos. En el día a día, todos somos a nuestra manera narradores
que pretenden convencer y encantar, y para eso necesitamos los
libros.
El filósofo Séneca encontraba otras ventajas. Pensaba que
amplían nuestro corto tránsito vital, porque quien lee añade a su
vida la de todas las épocas, y de esa forma miles de años de
conocimiento se funden con el suyo. El tiempo de cada lector se
alarga por la confluencia entre la realidad vivida y la imaginaria.
Séneca veía en los libros, que se abren ante nosotros en toda su
plenitud y no nos dejan marcharnos con las manos vacías, la puerta
sin cerradura de una fabulosa cámara del tesoro. A veces
encontramos en una página, prodigiosamente transparentes, ideas y
sentimientos que en nosotros eran confusos, y así la vida nos
parece menos caótica. A través de los libros entendemos los
motivos propios y ajenos y estamos mejor situados para descifrar el
mundo. La lectura nos vuelve curiosos, pero no crédulos: también
de este peligro nos libran los libros.