Irene Vallejo: Oficio de ciudadano
En un mundo obsesionado por el éxito, algunas voces proponen
orillar las asignaturas culturales y humanísticas en los programas de
estudios, considerándolas saberes superfluos, sin verdadera
aplicación práctica a la vida.
Hay un recorrido histórico detrás de este debate. Las primeras
civilizaciones educaban de manera radicalmente distinta a la
aristocracia y al resto de la población. Los agricultores y artesanos
se transmitían los conocimientos técnicos del trabajo. Solo los
nobles, destinados al gobierno, podían permitirse practicar música,
poesía y oratoria para brillar en la vida pública. Este reparto de
papeles cambió cuando la democracia griega creó un nuevo oficio,
hasta entonces inexistente: el oficio de ciudadano. A partir de ese
momento, personas corrientes, sin poder ni linaje, empezaron a
decidir la política de su ciudad, participando en las deliberaciones y
haciendo rendir cuentas a sus dirigentes. Junto al saber práctico,
necesitaban educar el pensamiento y la palabra. En un camino
lento, con retrocesos, la escuela pública ha conseguido extender la
filosofía, la literatura y la historia fuera de reductos minoritarios,
ofreciendo a todos las herramientas con las que pensar el mundo y
cuestionarlo. Porque, como sabían los griegos, si disminuye entre
los ciudadanos el interés por cuestionar, lo sustituyen intereses
cuestionables.