Irene Vallejo: Verdades como puños
Si cada uno de nosotros dijera la verdad, toda la verdad y nada más
que la verdad, el resultado sería devastador. Todos tenemos
pensamientos irritados, deseos coléricos, opiniones precipitadas y
momentos de indiferencia que solo conviene comunicar a los demás
de una forma muy suavizada, o bien silenciarlos del todo. Nuestras
relaciones con el prójimo son, en gran medida, una conversación, y
tenemos que poner cuidado en hablarle bien. Hace falta conocer a
fondo el efecto de las palabras, su capacidad de herir y de sanar, su
poder decisivo sobre nuestras vidas. Muchas veces resulta más
duradero el dolor por lo que nos dicen que por lo que nos hacen.
Las verdades brutales pueden hacernos muy desgraciados; por eso
evitarlas es un acto amable y humanitario.
Quizá nos conviene la buena fe, que no nos exige sinceridad a
todas horas, sino que se conforma con que nuestras mentiras sean
consideradas y estén libres de mala intención. Con que omitamos la
verdad en beneficio de los otros y no solo en el nuestro. Con que
seamos sensatos, equilibrados y conciliadores al callar, en lugar de
crueles y letales diciendo la verdad. Los romanos de la Antigüedad
sabían que la buena fe está en la raíz misma de los intercambios y
los contratos, imposibles en ausencia de la confianza, pero no
olvidaban que la dulzura prohíbe decirlo todo. Por eso, dieron a la
Buena Fe el rango de diosa, le construyeron templos y le dedicaron
culto. Y, si guiados por ella podemos equivocarnos (hasta la buena
fe tiene su fe de erratas), al menos impediremos los mayores
descalabros.