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Isabel Coixet: Camisas hawaianas

 

 

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En 1925, el sastre de origen japonés Kichiro Miyamoto, afincado en Honolulu, empezó a confeccionar camisas con la misma tela que se usaba en los tradicionales kimonos de Japón. Las estrellas de Hollywood que visitaban la isla (como John Barrymore, tataratío de Drew Barrymore) empezaron a encargarlas y las pusieron de moda, tanto en la propia isla como en California. Pronto a Miyamoto y a su esposa, que trabajaba con él, les salieron competidores como Ellery Chun, que empezó a vender camisas hechas de telas más ligeras con motivos puramente hawaianos a las que bautizó como ‘aloha shirts’, que se hicieron populares en todo el mundo. La afición de Elvis Presley por la isla y sus camisas (llegó a poseer más de 500 modelos, algunos de los cuales se exhiben en Graceland) supuso un gran empujón para la colorista prenda, que se consagra como un icono de moda a través de legendarias apariciones en el cine: desde Montgomery Clift en De aquí a la eternidad (que tuvo Oscar al vestuario) hasta Brad Pitt en Fight Club (David Fincher), pasando por Al Pacino en Scarface (Brian De Palma), Leonardo DiCaprio en Romeo y Julieta (Baz Luhrmann) o el amigo gordito de The Goonies.

«Las camisas hawaianas no tienen que ver con Hawái, sino con la añoranza de un lugar paradisiaco que seguramente nunca existió»

Pasear por Miami es difícil sin encontrarte grupos de jubilados con sus correspondientes aloha shirts, que lucen con pantalón corto y gruesas zapatillas o sandalias con calcetines. En Las Vegas, los jugadores profesionales llevan camisas hawaianas para apostar y algunos no se las quitan en una semana si han tenido una buena racha vestidos con ellas. En Japón, existe una corriente de coleccionismo de camisas vintage de los 50 que alcanzan precios astronómicos.

En nuestro país, asistimos a un peculiar fenómeno que crece exponencialmente: los grupos de hombres (siempre más de dos) que durante los fines de semana, las fiestas de cumpleaños y determinados momentos completamente aleatorios deciden llevar camisas hawaianas, que deben de comprar juntos en lote porque las llevan iguales. He sido testigo de este fenómeno en lugares completamente diversos: A Coruña, Bilbao, Logroño, Alicante, Madrid, Barcelona…

Sólo he estado una vez en Hawái, hace 20 años, y no tengo grandes recuerdos: el collar de flores de plástico que te entregaban en el aeropuerto cansadas mujeres que se esforzaban en sonreír mientras hacían un amago de baile; la cantidad ingente de familias por todas partes; muchas palmeras; que las sodas eran  más caras que los mai tai de garrafón  que sentaban como un tiro; y que las carreteras estaban llenas de coches herrumbrosos abandonados. Pero ya sé que las camisas hawaianas no tienen que ver con Hawái, sino con la añoranza de un lugar paradisiaco que seguramente nunca existió. Hay algo casi tierno en estos hombres que salen a la calle juntos vestidos con estampados de palmeras agitadas por el viento. Ríen, se dan golpes en la espalda, se abrazan. Como si de repente fueran los extras sin frase de una película de serie B cuyo título nadie recuerda.

 

 

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