Isabel Coixet: Cupido
Mi amiga Jennifer siempre tiene grandes conocimientos que generosamente comparte conmigo. En este caso, es una valiosa información sobre Cupido. Resulta –y yo ignoraba totalmente este dato– que, en la mitología, Cupido es un serafín maléfico que tira dos tipos de flechas: unas para que la gente se enamore y otras para que nadie se enamore de ti. A veces, para hacer sufrir, tira una flecha de cada clase a la misma persona y la persona sufre lo indecible. Un auténtico cabrón el tal Cupido, lo que no impide que la industria del regalo cuqui lo siga celebrando año tras año con corazones, globos y figuritas donde le muestran engañosamente como a un bebé rosado y desnudo que tira sus flechas al azar, como cantaba la inefable Karina.
El enamoramiento es un estado singular, es como poseer un objetivo telescópico en los ojos que difumina todo lo que no sea la persona amada. Es un estado apasionante y apasionado, que hace que todo tenga colores más vivos, sabores más fuertes, una luz cegadora. Y lo más bello de ello es que es un estado pasajero. Ni las parejas mejor avenidas podrían soportar mucho tiempo permanecer en ese estado flotante donde resulta casi físicamente doloroso estar lejos del objeto de nuestro amor.
¿Me quiero yo? No sé: sí sé de qué pie cojeo, sé cuándo inevitablemente voy a meter la pata, cuándo necesito controlarme, cuándo es mejor quedarme sola para lamerme las heridas
En una reciente conversación, alguien me confesaba que, en el momento en que ese estado vibrante dejaba paso al cariño más reposado, él prefería abandonar y alejarse de la vida del otro para siempre. Yo le discutía que justamente abandonar en ese momento para mí suponía una desvalorización de la etapa del enamoramiento, que la aventura vital que supone amar debe vivirse con sus altibajos, sus momentos malos, sus rincones oscuros. Que abandonar en la cúspide «porque nada de lo que siga podrá igualar ese momento inicial, esa pasión», es perderse un sinfín de cosas, algunas desagradables, cierto, pero todas apasionantes, que forman parte de esa aventura que es vivir.
No sé si convencí al hombre enamorado de la idea del amor y de las mariposas en el estómago, pero lo cierto es que muchas personas –y yo he sido una de ellas– viven todavía confundiendo el subidón de oxitocina con el amor, el calentón con el enamoramiento. Y, al menos en mi caso, el momento en que supe distinguir entre esos estados y aprendí a ser honesta conmigo misma es cuando pude tener relaciones más plenas con otros seres humanos. Cuando digo ser honesta, no hablo del tan traído y llevado «quererse a uno mismo». Mucha literatura actual de autoayuda hace hincapié en la necesidad de amarnos a nosotros mismos antes de amar a otros. Yo no estoy tan segura. ¿Me quiero yo? No sé: sí sé de qué pie cojeo, sé cuándo inevitablemente voy a meter la pata, cuándo está a punto de salirme el dragón furioso que llevo dentro, cuándo necesito controlarme, cuándo es mejor quedarme sola para lamerme las heridas. Yo no me quiero, me conozco bastante y tan sólo me tengo un cierto cariño. Y si veo a Cupido, que se prepare porque le meteré las flechas por salva sea la parte.