Isabel Coixet: Dejadme en paz, pero hacedme caso
A menudo nos invaden sentimientos contradictorios: queremos que nos quieran y nos agobiamos cuando lo hacen. Nos da palo la soledad, pero nos asfixia la compañía. Deseamos ser famosos, pero no nos gustan las servidumbres de la fama ni el precio que se paga por ella. El caso más flagrante sucede en las personas famosas por ser famosas, como les ocurre a las integrantes del clan Kardashian.
Durante diez años, este grupo de mujeres cuyos talentos residen en su férrea selección de cirujanos plásticos y en su inagotable capacidad de crear dramas donde sólo hay banalidad («Se me ha roto una uña», «el florista llega tarde», «perdí un anillo de tropecientos quilates en la playa») ha reinado en la telerrealidad creando precedentes y spin-off de todo tipo. Que este matriarcado de pijas armeniocalifornianas sin formación académica ni talentos destacables haya conseguido hacerse con fortunas incalculables a base de mostrar sus rostros y cuerpos cambiantes y exhibir las deslumbrantes fiestas de cumpleaños de sus hijos, sus vestidores de fábula y su nulo criterio a la hora de buscar pareja dice más del público que las ha aupado que de ellas mismas.
Que este matriarcado de pijas sin formación ni talentos destacables haya logrado hacerse con fortunas incalculables a base de mostrar sus rostros y cuerpos cambiantes dice más del público que las ha aupado que de ellas
He visto dos episodios de la serie del clan Kardashian y lo primero que sorprende es la increíble insulsez autorreferencial de sus conversaciones: Kris, Kylie, Kim, Kourtney, Khloe y Kendall se pasan el programa hablando de ellas mismas, con críticas a la hermana de turno a la que le toca ser despellejada. Hay algo demoníaco en la expresión de Kris, la matriarca del clan, cuando se refiere a alguna de sus hijas como su creación (y viceversa): suena más como una matrona de burdel loando las cualidades de sus pupilas que como una madre; no en vano, el nacimiento de la marca Kardashian surgió a partir de una cinta sexual de Kim, la mujer del trasero cambiante, que, según publicaciones como Vanity Fair, fue filtrada a la prensa por la propia Kris, la madre del clan.
En el segundo episodio que vi, que pertenece a la cuarta temporada, vemos como Khloe (madre de True) va a un acto social de enorme relevancia, como es la presentación de un pantalón que levanta el culo, y su limousine aparca dos bloques más allá del lugar para esperar a que haya más fotógrafos en la puerta. Una vez convenientemente reunidos los paparazzi, una de sus múltiples ayudantes avisa al chófer para que avance. Y Khloe sale del coche cubriéndose la cara, pretendiendo ocultarse de aquellos a los que paradójicamente ha estado esperando. Esa imagen y el posterior testimonio de la susodicha Khloe: «Toda una vida huyendo de la prensa no es vida, llevo años sin tener vida privada, es desesperante».
La flagrante hipocresía de Khloe y sus hermanas es quizás la característica más acentuada de esta familia: muestran fotos de ellas de niñas para negar que se han sometido a operaciones estéticas cuando son absolutamente irreconocibles; hablan de empatía, de solidaridad y de justicia (una de ellas, Kim, está estudiando leyes) cuando las vemos tratar a su ejército de ayudantes, nannies, criadas y jardineros con un desdén inimaginable. Y reivindican sus orígenes armenios sin conocer ni una palabra de la historia de Armenia. Me pregunto qué sentirán esas mujeres cuando nadie las ve, nadie las filma, nadie las adula, nadie les pide un selfie, un autógrafo. Ese momento justo antes de dormir, donde ya no puedes esconderte…