Isabel Coixet: Desazón
No es exactamente inquietud, asco o prevención, sino algo a caballo entre todas esas cosas. Como una sensación sorda en el estómago: algo que te ha sentado mal y no sabes muy bien qué es, porque no has tomado nada que en teoría te pueda sentar mal.
Hay lugares que la provocan. Salas de espera en notarios o dentistas. Plazas duras. Bares de carretera con camareras cansadas bajo luces de led azules. Los aeropuertos. Los quioscos cerrados. Las vallas que anuncian urbanizaciones a medio hacer. Las rotondas.
Hay lugares que la provocan. Salas de espera en notarios o dentistas. Plazas duras. Bares de carretera con camareras cansadas bajo luces de led azules. Los aeropuertos. Los quioscos cerrados. Las rotondas
Entras en una habitación de hotel y te sientas encima de la colcha de la cama, beige y azul, dos colores que detestas, mirando hacia la ventana que da a un parking rodeado de descampado pegado a un parque infantil vacío con columpios oxidados. Ahora te levantas y vas a la ventana. Hace frío, pero necesitas abrirla, necesitas respirar. Pero no se abre. Llamas a recepción. Tras unos segundos de silencio, te dicen que las ventanas no se pueden abrir «por cosas que han pasado». No preguntas. Las cosas que han pasado en los hoteles: suicidios, asesinatos, combinaciones de ambos, muertes naturales. Y cientos de personas quizás contemplando esas cosas, con angustia, ansiedad o como de pasada. Como esas imágenes que a veces se nos cuelan por el rabillo del ojo y nos turban, herencia de nuestros ancestros cazadores.
La habitación está limpia. Los cuadros en la pared son lo suficientemente anodinos para que nadie quiera llevárselos: una foto en blanco y negro de unos árboles movidos por el viento, otra de una silueta de mujer a contraluz. Hay una amable nota de la dirección con un plato de fruta cortada. Todo parece estar en orden, pero en ella flota un aire de quieta desesperación. Como si todo el hotel estuviera permanentemente en estado de alerta, dispuesto a albergar una capilla ardiente en cualquier momento o un congreso de especialistas suizos en historiografía de la Segunda Guerra Mundial.
Ahora, desde el baño, escuchas nítidamente la maquinaria del ascensor que suena como el cable de un ferry alejándose del muelle. O a somier gigante aplastado por otro somier. Te das cuenta de que durante el día y parte de la noche vas a tener que escuchar ese sonido. Cierras los ojos, no quieres estar allí. Barajas la posibilidad de coger la maleta que no has deshecho y huir. Pero no se te ocurre ninguna buena excusa ni tienes la energía suficiente para inventártela y plantar a los que te han invitado a hablar en esta ciudad en la que nunca estuviste hasta hoy.
¿Qué les dirías si pudieras? Les dirías que no aguantas ni un segundo más en esta ciudad, en esta habitación, en este mundo. Les hablarías del sonido del cable y de la ventana que no se abre, de las cosas que te imaginas que han pasado aquí. De la farola rota y de los columpios movidos por el viento, en los que ya sólo se columpian adolescentes nostálgicos. Pero no haces nada. Tomas una ducha. Te pones el pijama. Te comes la fruta cortada, kiwis, fresas ácidas, trozos de mango. Y te vas a la cama en silencio con tu desazón.
Qué bien contada esa terrible desazón.
Qué bien contada esa terrible desazón.
Qué bien contada esa terrible desazón.