Cultura y Artes

Isabel Coixet: Destino de los cometas

No existen reglas para el arte y, de existir, la única sería destruirlas todas. Cada dos años en la Biennale di Venezia, artistas de casi todos los países del mundo exhiben en curiosos pabellones creados en 1912 obras que este año tienen como subtítulo genérico The milk of dreams (‘La leche de los sueños’). Una de las cosas que siguen sorprendiéndome de esta muestra de arte es que, por muy avanzadas que sean las propuestas, todavía a nadie se le ha ocurrido (y ofrezco gratis desde aquí la idea) un intercambio de pabellones entre países, y todos siguen respetando obedientemente esa arbitraria atribución original.

¿Por qué los cyborgs coreanos no se exhiben en el pabellón israelí? ¿Por qué los retratos queer austriacos no invaden el pabellón italiano? ¿Por qué los minotauros finlandeses no bailan con los minuciosos gitanos de tela del pabellón polaco? ¿Por qué, pese a la universalidad del lenguaje artístico, no hay ninguna colaboración entre artistas de diferentes países que se rebelen contra el sinsentido de esta obsoleta distribución? La Biennale es como un brillante supermercado del arte mundial con sus estanterías divididas limpiamente en países, para que podamos encontrar la pasta de curry o los fideos de arroz sin problemas. Pero el arte no es algo que pueda domesticarse entre las ofertas de una gran superficie. Y sí, entiendo que el artista al que se le encarga un determinado pabellón bastante trabajo tiene creando algo para este. Aunque, aun así, me sorprende la obediencia con que se ciñen a los confines de sus respectivos pabellones. En fin…

 

¿Por qué, pese a la universalidad del lenguaje artístico, no hay aquí ninguna colaboración entre artistas de diferentes países?

 

El pabellón francés, seguramente el más popular de todos los exhibidos, al menos el que más parejas con niños visitaban para hacerse fotos, está concebido como una serie de decorados de la vida de la artista Zineb Sedira, mezclados con decorados de cine inspirados en películas, que evocan su niñez en Argel e historias de su familia. Un poco retirado, el visitante se encuentra con un sobrio ataúd (las madres con niños de la mano retroceden instintivamente ante la presencia de este y rehúyen las preguntas de sus pequeños). El ataúd, con una silla al lado, pertenece a la escenografía de la adaptación cinematográfica de El extranjero, de Camus, que hizo Luchino Visconti en 1967.

El pabellón español, obra de Ignasi Aballí, juega hábilmente con la luz natural de las claraboyas que se refleja en blancos paneles: es un pabellón que actúa como un balón de oxígeno entre tantos estímulos visuales, tanto ruido… El espectador sale de él renovado, como después de un sorbete de pera para limpiar el paladar, de los que te ofrecen en los inacabables menús degustación de algunos restaurantes estrellados.

El pabellón italiano, obra de Gian Maria Tosatti, presenta un sombrío panorama posindustrial: máquinas de coser polvorientas, casetas de guarda de fábricas que ya no existen: las ruinas de un mundo que todavía confiaba en la falacia del progreso continuo. El título de la exhibición no puede ser más adecuado: Historia de la noche y destino de los cometas.

 

 

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