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Isabel Coixet: El Exorcista

The Exorcist | BBFC

 

William Friedkin, el director de El exorcista, tenía métodos muy  particulares para dirigir a los actores de sus películas, y en El exorcista, rodada en 1973, no se privó de ello: ya Gene Hackman, aun después de ganar el Oscar con la anterior película de Friedkin, French connection, dijo (y cumplió) que no volvería a trabajar con él. Le gustaba tiranizarlos y, si lo consideraba oportuno, incluso abofetearlos. Para rodar las escenas del interior de la casa de Regan, llegó a colocar equipos especiales de refrigeración en el interior para que la temperatura llegara a los cero grados y así, al hablar, los actores sacaran vaho y, en general, tuvieran un aspecto vulnerable y frágil. Como consecuencia, los miembros del equipo sufrieron toda clase de resfriados e incluso neumonías. El decorado se quemó varias veces sin que se supieran las razones. Otra de las cosas que hacía el director para crear tensión en el plató era, de cuando en cuando, sacar un rifle y disparar. Para rodar las escenas del padre Karras, aprovechó la tristeza real en el rostro del actor Jason Miller, cuyo hijo pequeño había tenido un accidente y se debatía entre la vida y la muerte. El niño sobrevivió (y se convirtió en el actor Jason Patric), pero su padre no volvió a interpretar a un personaje protagonista y rechazó el papel de Travis en Taxi driver. El director se peleó con dos autores legendarios de banda sonoras: Bernard Herrmann y Lalo Schifrin para acabar utilizando el tema de un desconocido en aquel momento: Mike Oldfield. Hoy, nada más escuchar esos primeros acordes de Tubular bells ya nos traslada a la enrarecida atmósfera de la película. 

Gene Hackman, aun después de ganar el Oscar con la anterior película de Friedkin, dijo (y cumplió) que no volvería a trabajar con él

Friedkin estuvo casi un año buscando una voz para que fuera la voz de Regan poseída («mira lo que ha hecho la cochina de tu hija») y la encontró en la veterana de Hollywood Mercedes McCambridge. Cuando le explicó lo que quería, McCambridge se tomó varios whiskies, huevos crudos, se fumó un puro y grabó la voz del diablo con las manos atadas en el estudio. Nadie, ni siquiera Friedkin, salió indemne de ese rodaje: poco después de este, el hijo de Mercedes McCambridge asesinó a su esposa y a sus hijos y se suicidó, culpando a su madre de darle de lado. 

La segunda vez que leí el libro, vi la película. No quiero decir con esto que supiera exactamente cómo iba a ser, pero sí que veía la atmósfera, la ominosa sensación de tranquilidad bajo la que late un mar de suspicacia, desconfianza, ruindad. Veía las manos de Nat hurgando en la tierra mojada, arrastrando el moho detrás de una baldosa rota en la cocina. A veces, basta un detalle para empujarte a contar una película: unas manos, el rostro de un perro que evita tu mirada, manchas de humedad, el ruido de unas  botellas vacías en una caja de madera cuando alguien les da una patada. 

En su biografía Friedkin connection, aparecida en 2017, el director hace un repaso de su carrera y narra los altibajos de esta al más puro estilo hollywoodiense: leyéndolo, parece que fuera el único director con talento del mundo; todos los demás son unos quejicas y unos pusilánimes, comparados con él. El libro está tan lleno de vanidad que apaga los logros reales de Friedkin, que fue un notable director con un sentido soberbio de la puesta en escena. El único momento de debilidad que muestra es cuando  le mostró a Bernard Herrmann el primer montaje de la película para que le echara una mano. Herrmann, al terminar la proyección, le dijo «igual puedo hacer algo para salvar esta mierda». Friedkin, furioso, lo echó de la sala con cajas destempladas. Y el resto es historia.

 

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