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Isabel Coixet: El mundo según los romanos

El taxista nos pregunta entre hastiado y desconfiado dónde vamos. Se lo decimos, musita un «OK» por lo bajo. Entramos. Hemos pillado un taxi de milagro. Estamos cansados. No de andar, sino del ruido y de la gente. Hay gente por todas partes hasta en los lugares más insospechados. Hace un calor espantoso para ser otoño, pero eso no detiene a las hordas de turistas que han tomado la ciudad y que la patean en grupos cada vez más grandes, en patinete, en Segway, con guías sonoras colgadas al cuello, mochilas repletas de agua, barras energéticas y una moral a prueba de bomba por ver cada monumento, cada catacumba, cada trozo de ruina, cada piedra y no perderse nada. No hay lugar en las terrazas para tomar un café con tranquilidad. Es imposible.

«La gente debería quedarse más en sus casas», dice. ¿Sería eso justo? ¿Roma sólo para los romanos?

Y ya no es sólo el centro histórico, el Trastevere, la isola Tiberina, los barrios periféricos… La ciudad ya no pertenece a sus habitantes. ¿A quién pertenece? En la radio comentan la ruptura sentimental de Meloni. El taxista no entiende que la primera ministra lo haya anunciado por Instagram, dice que estas cosas no se hacen así. Que las cosas se hablan, aunque la pareja de Meloni era un pieza de cuidado. Eso de intentar ligarse a las ayudantes de su mujer, «vaya stronzo». Y corrupto. ¿Qué le parece ella como política? «No habla de política en el taxi», dice. Y, además, él no vota. Hace años que no vota. Tampoco habla de fútbol.

Avanzamos con mucha lentitud; el taxista nos señala unas obras que se tenían que terminar hace 5 años: han anunciado que se tardarán otros 5 más. «Roma es así», dice. Y no le extrañaría que en 10 años tampoco se hubieran terminado. Tampoco han subido las tarifas fijas para ir a los dos aeropuertos, «¡es un verdadero escándalo!». Pasan corriendo tres frailes jovencitos con gafas los tres. «Vaya pájaros», comenta el taxista. «A estas alturas, hacerse fraile, pasarse la vida rezando, a quién se le ocurre. Aunque mejor eso que drogarse».

«Cuando Roma era Roma –se acuerda de los inviernos en la ciudad–, todavía nevaba cada diciembre y veía a los frailes caminar por la nieve con las sandalias enterrándose en ella». Le digo que me considero afortunada porque un invierno hace muchos años estuve en el Panteón y la nieve caía por el agujero del techo y no había nadie. Ahora hay colas de dos horas y hay que pagar para entrar. También hay que hacer cola en las heladerías, en las pizzerías, en las salumerías, que se hacen famosas nadie sabe muy bien por qué. Un grupo coreano visitó hace poco una pastelería y se hizo unas fotos comiendo cannoli, y ahora lo primero que hacen los turistas coreanos al llegar a la ciudad es ir a esa pastelería a hacerse fotos, cuando, «encima –exclama indignado el taxista–, los cannoli ni siquiera son romanos. Hace veinte años a nadie se le hubiera ocurrido hacer cola para comprar un panino con porchetta o un helado o un cannoli».

No había nadie en la Piazza Navona, y el Campo dei Fiori era una verdadera plaza de mercado y no ese despliegue de especies en bolsas de celofán, limoncello de garrafón y delantales made in China impresos con los genitales del David de Donatello. «La gente debería quedarse más en sus casas», dice. ¿Sería eso justo? ¿Roma sólo para los romanos? ¿Cómo se decide a quién se deja entrar en Roma y a quién no? ¿Ponemos tests en los aeropuertos y estaciones? ¿Sólo pueden visitar la ciudad los que hayan visto todas las películas de Pasolini, hayan leído a Marco Aurelio y distingan entre penne, maccheroni y rigatoni?

«Eso tampoco», dice el taxista. «No, claro que no». ¿Entonces? «Entonces –suspira–, nos resignamos, los turistas tienen que hacer el turista, los políticos prometer cosas que todos sabemos que no cumplirán, los coreanos comer cannolis sicilianos sin saber que son sicilianos, los frailes rezar». Y los taxistas romanos conducir y refunfuñar. «Sí», dice refunfuñando divertido, «así es».

 

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