Isabel Coixet: Gracias, «mister» Losey
Tengo varios sueños recurrentes y uno de los que más vívidamente recuerdo es cuando sueño con Orson Welles. En mi sueño, Orson Welles acaba de morir y voy a su funeral, tras el cual se me acerca su hija, que tiene que irse urgentemente y quiere que yo vaya a depositar las cenizas en un pozo situado en un cortijo en Andalucía. Yo entonces tengo la corazonada de que Orson Welles no ha muerto y está escondido preparando una película con el dinero del seguro de vida.
Mientras voy hacia el sur, con una pesada urna en los brazos, se me ocurre que la hija de Orson Welles no es su hija y que las cenizas de la urna no son del autor de Ciudadano Kane, sino de otra persona, pero no me atrevo a abrirla para comprobarlo. Cuando llego a una especie de cortijo, con muchos olivos y caballos, me dice un capataz vestido de rejoneador que las cenizas de Orson Welles han sido trasladadas a Hollywood y están debajo de una de las letras gigantes encima de Mulholland Drive. Me encuentro entonces sin saber qué hacer con la urna, pero no quiero quejarme porque eso alertaría a los del seguro sobre la muerte de Welles y, cuando el peso se hace insoportable, invariablemente me despierto.
Todos los temores que me atenazan a la hora de acometer una nueva película o empezar un guion están expuestos en ese sueño
Cada vez que le he contado este sueño a alguien, me han dado una nueva interpretación, aunque para mí este sueño es tan obvio que ya ni siquiera intento interpretarlo: en él están todos mis anhelos, frustraciones, miedos y paranoias de cineasta. Todos los temores que me atenazan a la hora de acometer una nueva película o empezar un guion están expuestos en el sueño como si fuera un catálogo completo y a todo color.
Hoy he tenido este mismo sueño, pero, en vez de las cenizas de Orson Welles, la misteriosa hija me confiaba las cenizas de Joseph Losey. Me he despertado con la extraña sensación de que le debía algo a este cineasta, de que el sueño era una manera que tenía mi cabeza de saldar una deuda con un director de cine hoy injustamente olvidado.
Cuando sólo había una cadena de televisión y una cosa que se llamaba UHF, que era como La 2 pero a veces me parece recordar que no se veía muy bien, ponían ciclos de películas realmente estupendos. Gracias a esos ciclos pude descubrir a un montón de cineastas y películas que, unidos a los que veía en el cine en programa doble, hicieron que se despertaran en mí las ganas de hacer cine. Uno de esos ciclos estuvo dedicado a Joseph Losey y todavía recuerdo como si fuera hoy el fuerte impacto que sus películas causaron en mí.
El sirviente me fascinó completamente; la creación de Dirk Bogarde del personaje principal es increíble: quizás con la excepción del primer John Malkovich, no ha habido otro actor capaz de expresar la ambigüedad moral como él. Recuerdo también la película Accidente, que para mí fue una auténtica clase de cine. Por aquel entonces tendría trece años, yo leía aplicadamente todos los libros teóricos de cine que caían en mis manos, y así como los conceptos de montaje me parecían claros, había algo cuando estos libros hablaban de la puesta en escena en el plano que se me escapaba. Pues bien, recuerdo vívidamente que, viendo Accidente a las tantas de la noche con mis padres, tomando leche con galletas, tuve una especie de iluminación: entendí perfectamente a través de la magistral puesta en escena de las secuencias de la película qué cosa era eso de la puesta en escena y qué valor daba el director a cada personaje en el plano. Y pensé: «Yo también quiero hacer esto».
Así que ahí sigo, portando la urna de las cenizas de un cineasta con el que tengo una enorme deuda, sin saber dónde dejarlas y tomando leche con galletas. Gracias, mister Losey.