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Isabel Coixet: Hablar de ojos

Los veranos son propicios a los encuentros insospechados. A que te cruces con personas a las que de otro modo jamás conocerías. La calle, el aire libre, las noches en las que refresca un poco te hacen tragarte tu pretendida misantropía, y un pueblo pequeño es el lugar ideal para esos momentos compartidos con extraños que de pronto se convierten en rostros familiares a los que casi aprecias.

 

La calle, el aire libre, las noches en las que refresca un poco te hacen tragarte tu pretendida misantropía, y un pueblo pequeño es el lugar ideal para los momentos compartidos con extraños

 

Este verano ha estado lleno de encuentros así, espontáneos e inesperados: familias de catedráticos de San Petersburgo anestesiados por el calor, convencidos de que el régimen de Putin caerá pronto (aunque no supieron decirme cuándo); mujeres solas –viviendo en enormes mansiones con la única compañía de dos gatos– que a los ochenta y cinco años deciden aprender una nueva lengua; mujeres que dicen ‘basta’ a las olas del pasado y empiezan una nueva vida, lejos de este; mujeres que aprenden a cantar en un coro pasados los setenta años; parejas que deciden abrir una librería después de retirarse de sus respectivos trabajos, porque ese ha sido siempre el sueño de sus vidas. Y mujeres jóvenes como esta que viene de Anatolia y lleva tan sólo once meses en Francia y está en ese momento en que ha aprendido el suficiente francés como para darse cuenta de todo lo que le falta aprender.

Tiene apenas treinta años y ha estudiado arquitectura, pero conoció a un francés en una comunidad espiritual cuya finalidad, confieso, me es imposible de descifrar. Tiene una voz increíble: delicada, pura, cristalina. Una voz aterciopelada única. Y es capaz de cantar con ella desde canciones kurdas del siglo XVIII hasta Nirvana o Radiohead. O Les feuilles mortes y otras canciones francesas de siempre. La conocí justamente así, viéndola cantar en el cumpleaños de un amigo. Me impresionó su versión de Creep. Vive en un pueblo de trescientos habitantes cerca del mío. Junto con su flamante marido se ganan la vida cantando y ocasionalmente vendiendo mezze (‘tapas’) turcos en los mercados de los alrededores.

Hoy han dado un concierto en el presbiterio de aquí. Éramos unas cuarenta personas sudando en la pequeña sala de paredes de piedra, transportadas, por el efecto de la música, a Turquía, a Anatolia, a Grecia, a Bosnia, sintiendo en nuestras nucas la sombra de los derviches y en las gargantas la huella de la retsina. Luego, en casa, miramos juntas mi colección de ojos: en platos, en ilustraciones, en libros, en un viejo cartel de oculista… Le gustan tanto como a mí, me dice. Luego sigue hablando y entiendo dos de cada cuatro palabras, pero intuyo lo que dice: que le gustaría ejercer la arquitectura aquí, pero sabe lo difícil que va a ser que la tomen en serio. Pero no se arredra, cree que lo acabará consiguiendo.

Mientras tanto da conciertos y prepara hummus. Me gustan las personas a las que no se les caen los anillos por hacer cosas que están en las antípodas de aquellas para las que se prepararon. Me gustan los encuentros. Me gusta tragarme mi pretendida misantropía y hablar de ojos con gestos y miradas. Me gusta.

 

 

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