No decir «¿te acuerdas?» es muy difícil. Nuestras conversaciones están plagadas de ello cuando hablamos con personas con las que compartimos un pasado. Y cuando la veo a ella ahora tengo que recordar que ella no se acuerda. O sí. A veces. A veces describe cosas que vivimos juntas con más detalle de lo que yo las recuerdo. Otras me mira como si no supiera de lo que le estoy hablando. Vamos adelante, vamos atrás. La conversación es como una moviola de cuando el cine era celuloide: a veces se quema el fotograma del presente y hay que parar, como si el tiempo fuera sólo una encrucijada donde podemos pasar del pasado al futuro sin pisar el ahora.
Dice que por la noche se despierta y va a beber agua y ve su reflejo en la nevera de acero inoxidable y piensa que a lo mejor, un día, muy pronto, no reconocerá ese reflejo. Y llora
«¿Cómo era yo entonces?». ¿Entonces cuándo? Como ahora –le digo–, eras como ahora, eres la misma. Y no la engaño: es la misma, con mala leche, lista, presa de un ideal de belleza imposible, con raptos inesperados de ternura. La misma. Con esa rigidez heredada que ha hecho que no pudiera ser todo lo feliz que hubiera podido. Inasible. Distante. Buena. Tímida. Soberbia. Bueno, creo yo. Qué importa todo eso ahora, me digo. Qué importan los agravios y los reproches y lo que hubiera podido ser. El restaurante está a tope y hay demasiado ruido. A las dos nos molesta el ruido. Dice que el ruido la confunde y que no puede pensar. Me pasa lo mismo. Pero ella dice que es peor en su caso porque el ruido se une al zumbido que tiene en los oídos y se multiplica. «Cómo es eso del zumbido?». «No sé, como grillos con un martillo y… yo qué sé». «Pero no es siempre, ¿no?». Me mira como si no supiera que significa ‘siempre’. Dice que le cuesta cada vez más saber cuándo está bien, cuando es la de siempre, y cuándo no está bien, cuando está suspendida en ese limbo viscoso que es la enfermedad. Dice que ayer escuchó veinte veces la misma canción y se quedó varada en la misma página de un libro y se encontró en la calle sin saber por qué o para qué o cómo había llegado hasta allí. Dice que hablar por teléfono es una tortura, que está mucho rato antes de saber con quién está hablando, aunque ve sus caras y reconoce sus voces. Como si alguien le hubiera arrebatado la última pieza de un puzle y se la enseñara en la distancia. Dice que por la noche se despierta y va a beber agua y ve su reflejo en la nevera de acero inoxidable y piensa que a lo mejor, un día, muy pronto, no reconocerá ese reflejo. Y llora.
Hemos pedido cosas para compartir y me pregunta varias veces por el nombre de un queso. Lo devora y, cuando se acaba, ya no quiere comer nada más. La mesa rebosa de platos. «Tú siempre pides demasiado». «Sí, a la vida», le digo. Se ríe. «Lo pedimos para llevar». «Menuda merienda. Como si no supiéramos que lo que pidamos para llevar languidecerá en la nevera y no lo comeremos». «¿Cómo se llamaba el queso?», me pregunta otra vez y se me escapa el temido «¿no te acuerdas?». «No, no me acuerdo», me dice desafiante y un poco enfadada. «No me acuerdo».