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Isabel Coixet: No hay que exagerar con la verdad

Siempre he soñado con escribir y rodar una comedia, el género más difícil, delicado y arriesgado al que un autor se puede enfrentar. Por eso, cuando por casualidad descubrí en Netflix la serie División Palermo, tuve una revelación: jamás seré capaz de hacer algo tan perfecto y redondo como esta serie argentina que une lo mejor de la mala leche de las creaciones del británico Ricky Gervais con el pulso de las mejores comedias italianas. Lo bueno es que, aunque no pueda crearla, alguien la ha hecho para que pueda disfrutarla.

División Palermo, creada e interpretada por Santiago Korovsky, parte de una idea cuyo solo enunciado es una declaración de intenciones: para lavar la imagen de la falta de diversidad en la Policía, en una operación de marketing, los altos cargos deciden crear una división con miembros de distintos colectivos: una mujer en una silla de ruedas, un judío, un invidente, una mujer trans, un gordo, un enano, un inmigrante peruano y un viejo sordo, liderados por un policía entusiasta al que le falta un brazo (el fenomenal Daniel Hendler). El judío (Santiago Korovsky) llega por azar a esta división, tras ser plantado por su novia («¿ser judío cuenta como discapacidad? No, pero es pertenecer a una minoría») y nada más entrar en ella se ve envuelto en un tiroteo, en el que resulta herido un compañero, que constituye el eje de la trama de la serie.

Para lavar la imagen de la falta de diversidad en la Policía, los altos cargos deciden crear una división con miembros de distintos colectivos: un judío, un invidente, una mujer trans, un gordo, un enano, un inmigrante…

Lo que sucede a partir del momento en que se crea este grupo singular es un formidable retrato de la estupidez generalizada y el buenismo que impera en nuestros días. División Palermo, con un inteligentísimo sentido del humor, pone contra las cuerdas la hipocresía que, con la excusa de integrar a las minorías y darles un lugar en la sociedad, las infantiliza y condena una vez más a la inacción y a la irrelevancia. Los personajes discapacitados de la serie saben perfectamente que los están utilizando para lavar la imagen de la Policía: poseen una humanidad y una lucidez formidables, pero no son ni mejores ni peores que los supuestamente normativos. Constantemente la gente atribuye a los miembros de esas minorías cualidades que no poseen («sos una guerrera») para tranquilizar su conciencia y seguir sin ver al otro. Se solemniza, se imposta la mirada y la actitud pretendidamente inclusivas y debajo de ellas descubrimos las mismas actitudes racistas, rancias y paternalistas de siempre, sólo que con un barniz nuevo. Pero la magia de esta serie también está en los tronchantes personajes secundarios que acompañan a los protagonistas: el padre del protagonista que sólo le ve méritos a la hermana, la anciana recepcionista que vende perfumes de imitación, los policías ‘reales’ que son tan desastre o más que los que integran esta división, las intempestivas apariciones de la ministra del Interior, siempre a través de una pantalla animando con palabras huecas a los aprendices de policía. Lo genial de División Palermo es el retrato de la inoperancia policial que hace de espejo de la inoperancia social. Y los mil detalles memorables: desde la elección de las canciones (que van de Kool and the Gang hasta Amistades Peligrosas, pasando por Gilbert O’Sullivan) a los diálogos brillantes y las réplicas, como la que da título a este artículo: «No hay que exagerar con la verdad».

 

 

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