Isabel Coixet: No, no soy un robot… creo
Nuestra consciencia: es probable que no exista una cuestión más íntimamente ligada al ser humano y peor comprendida. Desde John Locke, el estudio de la consciencia ha constituido un doble reto para la ciencia y para la filosofía contemporánea. Desterrada de la investigación científica por corrientes psicológicas como elconductismo, el interés por su estudio ha crecido exponencialmente en los últimos treinta años.
Miro esas caras de personas que no existen, generadas por IA: tienen arrugas, rojeces, van despeinadas. Ninguna de esas cosas está causada por el tiempo, el viento, la tristeza
Una carta, firmada por ciento veinticuatro académicos y publicada en línea hace un par de semanas, ha causado revuelo en la comunidad científica que investiga la conciencia. Sostiene que una teoría destacada que describe lo que hace que alguien o algo sea consciente –llamada teoría de la información integrada (IIT)– debería etiquetarse como ‘pseudociencia’. Desde su publicación el 15 de septiembre, la carta ha provocado que algunos investigadores discutan sobre la etiqueta y otros se preocupen por que la carta aumentará la polarización en un terreno que ha lidiado con problemas de credibilidad en el pasado. «La IIT es una teoría, por supuesto, y, por lo tanto, puede estar empíricamente equivocada», dice Christof Koch, un prestigioso investigador del Instituto Allen de Ciencias del Cerebro en Seattle, Washington, y defensor de la teoría.
Pero dice que parte de suposiciones; por ejemplo, que la conciencia tiene una base física. Y en esa base física estriba el dilema: ¿dónde se alberga? ¿Qué la genera, qué la anula? Y, si no sabemos dónde está, aunque sintamos claramente los efectos que provoca y sus consecuencias, ¿podemos afirmar que existe? ¿A qué nos estamos enfrentando en un mundo en el que existe la inteligencia artificial? ¿Puede ir esa inteligencia artificial acompañada de consciencia artificial?
Miro esas caras de personas que no existen, generadas por la IA. Es casi imposible reconocerlas respecto a la de una persona real: tienen poros, arrugas, rojeces, imperfecciones, van despeinadas. Ninguna de esas cosas está causada por el tiempo, el viento, la tristeza o las alergias. A veces, un pliegue raro, un pendiente sospechosamente idéntico o una disonancia en la manera en que la luz las toca te puede dar una pista de que no son reales, pero no menos reales que cualquier foto retocada del clan Kardashian. Esas caras tan dolorosamente reales de gente que no existe me hacen pensar lo cerca que estamos de crear consciencias igual de reales. O no: quizás justamente esa ausencia de pruebas científicas de la consciencia la hace imposible de generar artificialmente.
Cada vez que tengo que jurar que no soy un robot en determinados lugares del ciberespacio, mientras pongo una cruz en las fotos donde te piden que señales un puente, un autobús o una bicicleta o deduzco que en unas letras torcidas se esconde la palabra ‘sirena’, pienso en si estas preguntas tan banales son las únicas que me separan de ser una creación de la inteligencia artificial. Y pienso que el que supervisa esto igual tampoco es humano y me siento tentada de decirle: «No, no soy un robot, creo», con la esperanza de que lo hayan programado con sentido del humor.