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Isabel Coixet: Portátil

Recibí mi primera máquina de escribir portátil como quien recibe un vale por un viaje de lujo con todos los gastos pagados, sólo que era un vale que servía para mil viajes. Arrastré mi Olivetti Lettera 32 verde por muchos lugares y países. En aquel momento se me antojó liviana; hoy, cuando la bajo del armario donde ha estado almacenada tantos años, me parece increíble que la llevara a cuestas tanto tiempo, cruzando con ella tantas fronteras, depositándola en las mesas de tantas habitaciones.

En el maletín que la contiene, encuentro una foto: salgo con pelo corto y expresión entre concentrada y enfurruñada, escribiendo con ella en una habitación blanca, creo que era Menorca, pero no estoy segura; no recuerdo quién me tomó la foto. Fue hace mucho tiempo. Otro siglo. Otra era. El sonido de la máquina de escribir me gustaba. Y me gustaba escribir en ella y me gustaba pasearme con ella por el mundo. Ese olor familiar de tinta y de típex. Y el papel de copia manchando las manos. Me costó desterrar mi máquina de escribir, pero al final lo hice. Abracé la manzana y no miré atrás.

No me arrepiento de haber perdido el tiempo en un mundo sin digitalizar: me sirvió de mucho comprobar el abismo entre los discursos oficiales y las cosas que realmente pasaban

A veces echaba de menos los errores y el rigor que escribir a máquina requiere. Y, claro, no podías jugar con los párrafos ni borrar ni hacer con limpieza y sencillez un trillón de cosas, ya sé, ya sé. Y ya sé que escribir es escribir, sea con pluma, lápiz o dictándole a tu iPad. ¿Cómo escribíamos cuando no existía Internet? ¿Cómo hablábamos de otras épocas, de otras épicas? ¿Cómo comprobábamos datos, nos inspirábamos, sacábamos ideas? A veces, en plena búsqueda de efemérides olvidadas, me paro y pienso: en los cinco años que pasé en la Universidad, nunca tuve esta herramienta, nunca. Sólo había jornadas interminables en bibliotecas, en hemerotecas. Codos. Muchos codos. Pero cada hallazgo, por pequeño que fuera, pasando las páginas de periódicos antiguos encuadernados, era un triunfo, una luz que llevaba a otros hallazgos, a otros lugares. Uno leía entre líneas, sumaba hechos aparentemente distantes, sacaba conclusiones.

Probablemente, todos mis años de hemeroteca se verían reducidos a una nimiedad si yo me hubiera licenciado en esa otra era, en el ahora que vivimos. No me arrepiento de haber perdido el tiempo en un mundo sin digitalizar; al contrario, creo que me sirvió de mucho comprobar de primera mano el abismo entre los discursos oficiales y las cosas que realmente pasaban. Me hizo descreída, me imprimió carácter, me hizo poner en tela de juicio todos los lugares comunes de la historia.

Siempre me resulta hasta tierno ver cómo otras generaciones que tampoco crecieron con Internet, en el transcurso de una conversación en la que se duda de la procedencia de un autor o el año en que se produjo tal obra, se apresuran a buscar en sus teléfonos la respuesta correcta. Luego te acercan, ufanos, con gesto triunfal, la pantalla a la cara para que tú veas lo que han encontrado, como si Wikipedia fuera el Oráculo de Delfos. Y en esos momentos, precisamente en ellos, echo de menos mi máquina portátil en cuyas teclas volqué muchos más datos e historias inventadas de las que puedo recordar.

 

 

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