Isabel Coixet: Sagrado corazón viral
Cada mañana, cuando abro Instagram con la misma desesperación con la que busco café y un ibuprofeno después de una noche en blanco, me encuentro con ellos. Los nuevos gurús de la felicidad instantánea. Ahí están, sonrientes como vendedores de aspiradoras en los años cincuenta, pero con mejores dientes y filtros que convierten sus apartamentos en Madrid en ashrams californianos.
En el fondo, todos queremos creer que existe una fórmula mágica, un código secreto que nos permita saltarnos la parte difícil de vivir
«He descubierto EL SECRETO», proclaman desde sus stories, como si fuesen Moisés bajando del monte Sinaí con las tablas de la ley, solo que en lugar de mandamientos divinos traen cursos on-line de 300 euros. El secreto, nos aseguran, es tan simple que da vergüenza no haberlo pensado antes: meditar cinco minutos al día, desayunar quinoa y repetirse «soy abundancia» frente al espejo mientras te lavas los dientes.
Lo que más me fascina de estos modernos alquimistas es su capacidad para convertir la autoayuda en una religión con PayPal incluido. Te venden la transformación total en tres cuotas sin intereses. Como si la iluminación espiritual fuese una secadora en oferta en El Corte Inglés. «Antes era un ejecutivo estresado con úlcera de estómago –confiesan en vídeos de cuarenta segundos–. Ahora vivo en Bali, trabajo dos horas al día y gano seis cifras; nunca he sido más feliz». Por supuesto, nunca mencionan que ese método consiste precisamente en vender métodos para ser feliz a personas que quieren dejar de ser ejecutivos estresados.
Y nosotros, pobres mortales atrapados en nuestras vidas de hipoteca variable y jefe que no entiende el teletrabajo, nos aferramos a estos mensajes como náufragos a un salvavidas. Porque, en el fondo, todos queremos creer que existe una fórmula mágica, un código secreto que nos permita saltarnos la parte difícil de vivir. Queremos que alguien nos diga que el éxito es fácil, que la felicidad está a un clic de distancia, que todo se reduce a cambiar el mindset, hacer networking espiritual y hacer tapping con dos dedos en el esternón.
Pero hay una palabra que utilizan hasta el agotamiento, una palabra que pronuncian con la misma veneración con la que mis abuelas decían «Sagrado Corazón de Jesús»: ‘viral’. Todo tiene que ser viral. Su contenido es viral, su método es viral, su despertar espiritual fue viral. Como si la iluminación se midiese en visualizaciones y la sabiduría se calculase en engagement rate. Como si Buda hubiera necesitado un buen community manager para difundir el dharma.
‘Viral’ se ha convertido en el nuevo ‘milagroso’. Ya no basta con que algo sea bueno, útil o transformador. Tiene que propagarse como una enfermedad, infectar a millones, expandirse sin control. La ironía es deliciosa: utilizan una palabra que literalmente significa ‘como un virus’ para describir algo que supuestamente nos va a sanar. Es como si dijéramos que algo es ‘cancerígeno’ queriendo decir que es fantástico.
Y mientras tanto seguimos ‘scrolleando’, buscando al siguiente mesías del emprendimiento que nos prometa que la vida puede ser diferente. Porque admitir que quizás no hay atajos, que la realización personal requiere tiempo, esfuerzo y probablemente sangre, sudor y lágrimas en lugar de afirmaciones positivas, sería reconocer que somos tan ordinarios como siempre sospechamos. Y eso, definitivamente, no es viral.