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Isabel Coixet: Sala de espera

En el cartel de Bardella, este tiene el aspecto de un tiktoker haciéndose pasar por una persona más o menos normal, todo lo normal que un tipo de 28 años que aspira, en sus propias palabras, a «limpiar Francia de parásitos» puede parecer. Alguien le ha pintado un bigote y una polla en la cabeza. A Marine Le Pen le han pintado una polla aún más grande; a Mélenchon, otra. Ninguno sonríe en los carteles.

Son las 6.30 de la mañana y la cafetería de la estación de Narbonne todavía no ha abierto. Me tomo un café de máquina en la puerta. Un hombre con muletas, que realmente no parece necesitar, me pide un euro para un café; se disculpa por molestarme, me da las gracias. Se aleja andando perfectamente. He estado a punto de decirle que con una muleta basta, que dos es sobreactuar, pero ¿para qué?

Compro una botella de un zumo que promete restablecer mis defensas. Me lo tomo y no siento nada: «El guardaespaldas de tu sistema inmunitario», dice la etiqueta. Nada. Nos ha jodido el guardaespaldas

Hay muchas revistas en el quiosco, muchos especiales Françoise Hardy, muchas revistas de filosofía, de literatura, de fotografía. Amo las revistas, las compraría todas. Me contengo y compro sólo tres. Las que no compro me miran desde los estantes y tengo que girar la vista y evitarlas. Compro también una botella de un zumo que promete restablecer mis defensas. Mango, manzana, jengibre, leche de coco. Me lo tomo y no siento nada: «El guardaespaldas de tu sistema inmunitario», dice la etiqueta. Nada. Nos ha jodido el guardaespaldas. «Como no podemos teletransportarte al trópico, embotellamos lo mejor de él para tus defensas».

La mezcla del café con el zumo me empuja a ir al baño. Dos chicas se están lavando los dientes en él. Vuelven de una fiesta, trabajan en Agde, entiendo. Están todavía en la edad en la que se puede empalmar una noche en blanco con ir a trabajar como si tal cosa. Se lavan las axilas en el lavabo, como Madonna en Buscando a Susan desesperadamente, y tengo un flash ochentero y me veo en el espejo de otro baño, donde yo también intentaba desesperadamente despejarme para ir a trabajar después de una noche de darlo todo.

El TGV tiene 10 minutos de retraso, lo que no es raro en verano. Un chico con una gorra que dice «Caos controlado» está escuchando un rap por sus auriculares y se empeña en rapear en voz alta: «Destrucción, destrucción, destrucción», dice. No calla. «Violación, violación, violación». Parece que emita un gargajo con cada palabra. Un gargajo espantoso que perfora el oído. Dos turistas alemanas con mochilas de las que cuelgan botas de montaña lo miran horrorizadas, se alejan. Yo también, pero la estación es pequeña y su voz resuena monótona e implacable como un escape de agua en la madrugada. «Yo te destruyo, yo te construyo, yo te violo, yo te hago polvo». Gargajo.

Las salas de espera de las estaciones de tren se parecen a las de los médicos. Son feas y grises y con carteles viejos, así debe de ser o debía de ser el limbo, ese limbo que ya no existe. Las de los aeropuertos son directamente el infierno. Vuelvo al quiosco, me compro dos revistas más.

Llega a la estación un grupo de atletas de algún club, todos con el mismo corte de pelo, casi la misma estatura. Llevan bolsas de los Juegos Olímpicos, miran el cartel electrónico de las salidas: van a Marsella y su tren también está retrasado. Todo son protestas y caras largas: «Mais non!!!». En sus camisetas, pone que son del equipo olímpico de vela. Hablan a gritos, pero no, sus gritos no cubren el rap del chico de la gorra. Fantaseo con quitarle al chico los auriculares y tirarlos a un tren que pase sin detenerse. Fantaseo con quitarle la gorra también. Fantaseo con que cante para sus adentros.

Fantaseo con no coger el tren que llega con retraso. Fantaseo con no pisar una sala de espera nunca nunca más.

 

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