Isabel Coixet: Soy ludita porque el mundo me ha hecho así
El ludismo fue un movimiento encabezado por artesanos ingleses, a principios del siglo XIX, que protestaron enérgicamente, entre los años 1811 y 1816, contra las nuevas máquinas que destruían el empleo. Los telares industriales introducidos en esos años amenazaban con reemplazar a los artesanos con trabajadores menos cualificados y quecobraban salarios más bajos.
No soporto más aceptar como algo normal que mi teléfono me espía y sabe cuándo quiero comer lasaña
Aunque el origen del nombre ‘ludita’ no está del todo claro, parece que el movimiento recibió su nombre a partir de Ned Ludd, un joven que, supuestamente, rompió dos telares en 1779 y cuyo nombre pasó a ser emblemático para los enemigos de las máquinas. En su ensayo The luddites, el historiador Malcolm L. Thomis argumentó que, sin la estructura de un sindicato, la destrucción de las máquinas era sólo uno de los mecanismos que los trabajadores podían utilizar para aumentar la presión sobre sus empleadores y que «esos ataques contra las máquinas no implicaban necesariamente hostilidad frente a las máquinas como tales».
Hoy, el término ‘ludita’ tiene también otro significado: describe a aquellos opuestos a algo que tardan en adoptar o incorporar en su estilo de vida la industrialización, la automatización, la computerización o las nuevas tecnologías en general. También se utiliza como insulto para cualquiera que se resista a la innovación tecnológica. Es casi un sinónimo de ser primitivo, ignorante, reaccionario y miedica: lo nuevo te da miedo porque eres incapaz de entender el mundo que viene. Debo decir que, en mis ya lejanos estudios de Historia, contemplé el ludismo siempre con simpatía. Uno de mis profesores argumentaba una tesis parecida a la de Malcolm L. Thomis: que en realidad el ludismo no era un movimiento reaccionario, sino un movimiento de supervivencia.
Hoy, muchos años después de salir de la facultad, me declaro dispuesta a asumir el aspecto más carca del ludismo: no me gustan nada las invenciones que nos convierten en más estúpidos, más ansiosos, menos compasivos, más egoístas, más indiferentes, menos humanos. No me interesa escanear yo misma los productos en el supermercado, quiero ver las espectaculares uñas pintadas de la cajera, quiero mirar con disimulo el corte de pelo y la expresión risueña del cajero que aprecia las cosas que pones en la cinta. No quiero que un robot me sirva la comida en un restaurante: por muy mono que sea el robot y por simpáticos que sean los ruiditos que haga, estoy dispuesta a aguantar a camareros enfadados y a camareras agotadas. No quiero pasarme la vida hablando con voces raras de gente que no existe cuando se me estropea la caldera. No soporto más aceptar como algo normal que mi teléfono me espía y sabe cuándo quiero comer lasaña y cuándo estoy pensando en cambiar la aspiradora.
Estoy harta de las cookies y los algoritmos y de que en Instagram me enseñen todas las casas que nunca podré pagar, todos los sofás que se disparan de precio y toda la ropa en la que nunca cabré. No necesito que me aconsejen qué series ver, qué libros leer, qué encimera comprar. No quiero ver más paisajes generados por IA, no quiero leer textos escritos por IA ni escuchar música salida de quién sabe dónde mientras tengo la certeza de que alguien, alguien con cara, voz y yate faraónico se ríe de todos nosotros. No quiero que el mundo se vaya al carajo porque somos demasiado perezosos para impedirlo.