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Isabel Coixet: Un serio problema con los imperativos

Es bien sabido que no hay nada más contraproducente para relajarte que que alguien te diga que te relajes, sea el dentista, un ginecólogo, una amiga o un cuñado. Es escuchar lo de «relájate» o «cálmate» y hay un resorte en mí que salta como si me hubieran dadoun electroshock.

A veces, he estado a punto de hacerme una camiseta con el lema «Atención: si le tienes aprecio a tu vida, no me digas que me calme», pero me he detenido al recordar que en un mundo donde los bebés de una semana ya llevan camisetas con frases y palabras como «A rock star is born» o «El niño de tus ojos» ya nadie le hace caso a lo que tengas escrito en tu camiseta.

A veces, he estado a punto de hacerme una camiseta con el lema «Atención: si le tienes aprecio a tu vida, no me digas que me calme»

Supongo que dentro de mí hay un dragón adormilado que salta en el mismo instante en que le recuerdan que debe seguir durmiendo. Me pasa desde que puedo recordar. Creo que desde que me sacaron las amígdalas a los cinco años, que es probablemente el acontecimiento más traumático de mi infancia, hasta el punto de que todavía recuerdo perfectamente la sensación del cloroformo entrando en mis venas, la cara del médico y el rostro preocupado de mi madre y la presión de su mano. A veces he pensado en psicoanalizarme para entender por qué tengo este problema de alerta inmediata en el momento en que alguien me dice que haga algo, en apariencia tan banal, como relajarme. Pero ver el escaso éxito del psicoanálisis en personas que han pasado media vida en el diván me echa para atrás. Aunque igual estaban peor antes, no lo descarto. El caso es que me tendré que quedar con las ganas de saber por qué me ocurre y contentarme con contar hasta 500 o 1000 para no estrangular a alguien al escuchar eso de «RELÁJATE».

‘Fluir’: otra palabra que me pone en guardia. ¿Tan rígida soy que veo en la palabra ‘fluir’ una amenaza? Si lo analizo detenidamente, fluir es un movimiento precioso. Precioso para las algas que se mecen en el fondo del río, para las ramas de las palmeras, para los halcones que planean. Pero ¿qué soy? –me pregunto–, ¿un alga, una palmera, un ave rapaz? Pues hasta que no sea una de estas cosas no pienso fluir. Bueno, sí, en realidad yo fluyo. Cuando me pongo a hacer coreografías locas en el suelo de mi casa con la música a tope o cuando me dejo llevar por las olas o cuando se me dispara la cabeza a medio camino entre el sueño y la vigilia y me imagino las películas que nunca haré. Pero no pienso fluir cuando alguien me lo diga. Recapitulando: tengo un serio problema con la autoridad, como me dijo un exjefe mío que ya cría malvas. No voy a fingir que mi corazón sangra por él.

Llegado este momento del artículo, tengo que hacer una nueva confesión: otra cosa que me saca de mí y que me veo obligada a escuchar día sí y día también es cuando, con la mejor de las intenciones, alguien te dice «DISFRUTA». Gracias a Dios que nadie puede escuchar (de momento) lo que pienso porque no sería bonito. Sé que las personas te lo dicen en plan bien, en plan «me gustaría que lo pasaras bien, que lo goces, que tengas una gran experiencia con lo que se supone vayas a hacer». Pero ese imperativo se me hace bola, me da ganas de hacerme un ovillo en el sofá como un gato y olvidar cualquier actividad fuera de este rincón en el próximo lustro. Después de todo, eso también puede ser disfrutar…

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