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Isabel II, símbolo del deber y el servicio

Se ha escrito y hablado tanto estos días de Isabel II, monarca del Reino Unido, que resulta inevitable pensar que poco puede agregar uno a la comprensión del personaje. Al impacto universal por el viaje a la eternidad de una de las pocas referencias de certeza en nuestra época, se nos agregan dos noticias luctuosas que nos tocan más de cerca, la del escritor español Javier Marías, narrador excelso y para más señas hijo de Julián el filósofo que tanto nos ha acompañado, y la súbita de Aquiles Báez, músico venezolano, compositor y ejecutante de fina sensibilidad brotada de su calidad humana. Del escritor y el guitarrista somos deudores de buenos momentos, de esos que al final, nos hacen la vida. Así que no escribo de la reina por falta de tema, sino por abundancia de razones, la primera y principal, que sería perder una oportunidad para enaltecer a alguien cuya vida de consagración al deber y al servicio, la convirtió en un símbolo para sus súbditos que en realidad, formalidades aparte, en una democracia como la británica, son sus conciudadanos.

¿Deber hacia qué? Como aprendió desde niña, de la mano de su padre, reticente ante una coronación inesperada y no deseada pero patriota devoto, fiel en su deber hacia la Constitución británica. Ese conjunto de normas no escritas, forjadas en la tradición a lo largo de la historia que dan forma al Estado porque emanan de una Nación artesanalmente forjada, cocida, labrada, tallada en un milenio por ingleses, escoceses, galeses e irlandeses del Norte y antes por sus pueblos antecesores, en la cual es imposible ignorar la huella dejada por los diversos y remotos parajes geográficos y rincones humanos de lo que fue un vasto imperio.

La lección primera para el monarca de esa Carta que Bagehot compiló sistemáticamente en el siglo XIX -mi edición es de 1889- es que reina pero no gobierna, lo hace el gabinete surgido del Parlamento. Él mismo inicia el capítulo correspondiente señalando que la utilidad de la Reina (entonces era Victoria) en la calidad de su dignidad es incalculable para el sistema de gobierno.

¿Servicio a quién? Naturalmente, a su pueblo. Servicio a los hombres y mujeres de Gran Bretaña e Irlanda del Norte que sintieron en ella una roca sólida, fuerte, inconmovible, de esa isla en el decir de Shakespeare, “fortaleza levantada por la naturaleza…pequeño mundo…piedra preciosa en el mar plateado”. La personificación de la continuidad que brinda seguridad.

Con un reinado de setenta años Isabel II fue una reina de varias épocas. Coronada cuando quien escribe tenía dos años, cubre los gobiernos de quince primeros ministros, desde Winston Churchill, nacido en 1874 hasta Elizabeth Truss nacida ciento un años después de él y a los veintitrés cumplidos por la monarca en el trono. Once conservadores, uno de ellos en coalición con los liberal-demócratas y cuatro laboristas. En la segunda post guerra, encabezó el paulatino desmembramiento del imperio que en 1947 vería separarse a India, en 1957 la primera colonia africana en Ghana y para 1967 tenía veinte territorios menos; en 1997 Hong Kong fue el último en devolverse a China. Al final, su reino era considerablemente menor, pero su prestigio, como se ha visto, es inversamente proporcional a la dimensión de éste. Su coronación fue la primera en la historia transmitida por televisión y ella parte cuando la comunicación social es un fenómeno muy diferente al punto que la TV ya es vieja, con las redes sociales, las transmisiones vía streaming. Asciende en tiempos de enorme prestigio para la democracia vencedora del nazifascismo que enfrenta al socialismo real liderado por la URSS en los años de la Guerra Fría, mientras se va derribado el Muro y destruida la cortina de hierro pero en tiempos de un mundo multipolar, crecientemente complejo cuando la democracia es impugnada aún en las naciones donde ha sido más estable y exitosa y florecen los autoritarismos. Reinó silenciosamente, salvo con su consejo prudente en las audiencias semanales con los primeros ministros, durante los infructuosos intentos de Macmillan en 1963 y Wilson en 1967 por entrar a la Europa Unida, vetados por De Gaulle; el logro de Heath del ingreso en 1973, las dudas de liderazgo y ciudadanos por varias décadas hasta el Brexit de 2020, tras cuatro años desde el referéndum, pese a las advertencias de estadistas de distinto signo como Blair o Major y que se salvó del dolor de ver con sus ojos sagaces el sabio intelectual y político europeista Roy Jenkins.

Acaso el más significativo cambio de todos sea que se ha esfumado la frontera entre las vidas pública y privada, realidad que constituye la fuente del más formidable desafío para una institución como la monarquía, en la que prestigio y auctorictas están íntimamente relacionados. En ese contexto es proclamado Carlos III. Temerario sería atreverse a predicciones abolicionistas en un sistema como la monarquía británica cuya continuidad se remonta a Guillermo El Conquistador en 1066, rey normando cuya estatua ecuestre se ve a un costado del Palacio de Westminster, en el Old Palace Yard, solo interrumpida por el casi decenio dictatorial de Cromwell hasta 1660. Su antecesor Carlos I fue decapitado y con su sucesor Carlos II se restauró la corona. Hace trescientos treinta y siete años no había un rey con ese nombre.

De toda precipitación nos previene Churchill, “No es dado a los seres humanos, felizmente para ellos, anticipar o predecir en gran medida, el curso del desarrollo de los acontecimientos”.

 

 

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