Isabel II: Una vida diligente
Isabel II fue una imagen sobre la cual varias generaciones de ingleses proyectaron sus propias creencias. Su idoneidad dependió de esa capacidad para atraer extremos, dándole a cada cual lo que esperaba.
A las 6:30 de la tarde del 8 de septiembre colgaron un aviso en las rejas del Palacio de Buckingham anunciando la muerte de Isabel II, una noticia que no por esperada fue menos importante. Es el hecho inicial de un periodo de luto oficial y el último capítulo en la vida de Elizabeth de Windsor.
Fue una larga despedida que inició con el último jubileo y la muerte del príncipe Felipe de Edimburgo, y ha sido graduada al máximo para que nadie dude de la seriedad con que Isabel II asumió su función. Poco antes de morir, la reina recibió la dimisión de Boris y nombró nueva primera ministra a Liz Truss. Estas fueron sus últimas apariciones públicas. La suya fue una existencia definida por el deber, la responsabilidad y la diligencia hasta el final.
La reacción ante su muerte ha sido inmediata, inundando la prensa y las revistas con notas acerca de una mujer enigmática que sonríe inalterablemente a través de los años. De las varias reinas que Isabel encarnó, la joven, recién coronada, es tan popular como la abuela. Los descalabros la fortifican, le dan otro compás. Su annus horribilis la hace humana. Esta faceta resuena con sus contemporáneos, que también tuvieron hijos que les dieron problemas, se casaron y se divorciaron, es decir, “eventos” –como diría ella– que también les ocurren a muchas familias.
Su vida está entretejida con la nuestra, dicen los ingleses, es imposible separar una de la otra. Hay quienes han vivido toda su vida con ese telón de fondo, esa figura maternal que además encarna los valores que la informan, y su historia, el último vínculo con la Segunda guerra mundial, el acontecimiento que todavía inflama el espíritu nacional mediante la nostalgia. Isabel II es Britannia, el enigma que hace posible la ilusión de ignorar los “eventos” que se apilan y pensar que en realidad nada ha cambiado tanto, aunque todo sea diferente.
La reina siempre fue una página en blanco, una imagen que durante décadas estuvo allí y sobre la cual varias generaciones y 15 primeros ministros proyectaron sus propias creencias, ilusiones, percepciones. Nueva Mona Lisa, nadie sabe lo que piensa. La reina era evasiva y su idoneidad dependió precisamente de esta capacidad para atraer extremos, dándole a cada cual lo que esperaba.
El reinado de Isabel II no fue sencillo. Todos saben que ella en realidad quería criar caballos, pero la abdicación de su tío la situó, a los diez años, en línea directa de colisión. A la muerte de su padre, Isabel fue proclamada reina de Inglaterra y de sus colonias, que se extendían desde las islas Fiji hasta Canadá. Muy pronto debió darse cuenta de que aquel imperio donde no se ponía el sol se desmoronaba, y su papel era no hacer nada. (Lo más difícil de hacer, según la dramatización de The Crown).
Isabel II presidió el derrumbamiento del imperio que en 1947 admitió la independencia de India y en los años subsiguientes la de varios países más. Reinó sobre un mundo que, habiendo salido de la guerra, debió admitir la penuria de la posguerra. Un mundo duro, de reconstrucción nacional, cuyo declive ha sido un prolongado hundimiento. La Commonwealth fue lo que subsistió, con algunos países que no reconocen ya la cercanía con el imperio, al que, por el contrario, reclaman abusos coloniales. La visita de Guillermo y de Catherine a las Bermudas en marzo de este año ilustra ese repudio.
La decadencia de Inglaterra inició oficialmente con el desastre de Suez, en 1956. Entonces quedó claro que la política mundial se jugaba entre fuerzas respecto de las cuales el Reino Unido era un aliado secundario. Isabel II sonrió frente al mal tiempo, ejerció su poder suave, su existencia como símbolo viviente que representaba lo que cada uno decidiera. Aprendió a callar pronto y a saber que la supervivencia de los Windsor dependía de una absoluta discreción. Por eso sus comentarios siempre fueron oficiales o cuestiones que aparecen en cualquier charla, como “¿vienen de lejos?”.
En todo caso, nada puede definir mejor a Isabel II que su diligencia y su sentido de la diplomacia, que es el que me parece válido resaltar. Su participación en el largo proceso de restañar heridas entre Irlanda y el Reino Unido merece reconocerse.
Su histórica visita oficial en 2011 a Dublín fue un éxito suyo, de su capacidad para llamar a la concordia, para reconocer la historia sin encadenarse al pasado, sino como perspectiva para ir adelante y construir un mundo común. Por eso la visita a los héroes caídos en la guerra de independencia e inclinar la cabeza en señal de respeto se ganó inmediatamente a los irlandeses, también porque confirmaba un tratamiento oficial entre estados iguales.
La reina reconoció que había cosas que sería mejor que no hubieran ocurrido o pasaran de otra manera, pero también habló de la distancia con que la historia nos mirará, seguramente menos crítica que el juicio de los contemporáneos. La percepción de los hechos cambia con el tiempo y la reina hablaba, sin decirlo, de la época conocida como “the troubles” (1968-1998), en la que se cometieron atrocidades que no deben ignorarse, pero tampoco convertirse en programa justiciero. Lo importante es lograr un futuro libre de sectarismos.
Para Isabel II, saludar personalmente a uno de los líderes del IRA, quien probablemente tuvo conocimiento previo de los planes para asesinar a Lord Mountbatten, el tío del príncipe Felipe, en 1979, fue un hecho simbólico de reconciliación, pero también personal. ¿Veía más lejos? ¿Apoyaba a los unionistas? ¿Qué pensaba de la posibilidad de que Irlanda del Norte se reintegrara al resto de los condados? ¿Cómo veía la exigencia de Nicola Sturgeon para independizar Escocia? Nadie lo sabe, pero los hechos hablan por sí solos.
El reino de Isabel II la despide en medio de una atmósfera venenosa, infectada por el Brexit y por la pandemia. El primero ha transformado la vida de los británicos negativamente y ha desequilibrado Europa. Desde el 2016, la economía británica ahonda su deterioro hasta el estado de emergencia en el que vive actualmente, cuando 45% de la población que debe decidir entre calentar su casa o comer. La reina se va en un momento que puede ser catastrófico si Liz Truss cumple las promesas que hizo a sus electores del partido conservador. Isabel II era el pegamento que mantenía unido a un país que se cae a pedazos.
Las honras fúnebres de Su Majestad se realizarán a lo largo de diez días. Su cuerpo será transportado desde Balmoral hasta Holyrood, y de allí a Londres para el entierro de Estado.
La segunda era isabelina se termina con la reina, y es fácil vislumbrar las dificultades que enfrentará Carlos III, que accede al trono a los 73 años, él mismo miembro de otra generación crepuscular. La primera será aprender el arte de la discreción, cualidad que lo ha eludido hasta el momento. Por lo pronto, la oficina de correos debe estar atareadísima imprimiendo sellos con la nueva efigie del rey, que deberá aparecer también en las monedas y billetes de Inglaterra, el Reino Unido y los países que forman parte de la Commonwealth. No es tarea menor.