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Italo Calvino: La espada y las hojas
La Editorial Siruela publicó esta Sinopsis de «Colección de Arena» (obra de Italo Calvino donde aparece la narración de esta nota):
Sinopsis
«Fruto de su colaboración asidua en la prensa italiana, los escritos reunidos bajo el título Colección de arena ofrecen otra dimensión narrativa de Italo Calvino, que se asoma entre las líneas de estos artículos como un observador que intenta describir y examinar lo que ve, que elige con cuidado objetos capaces de estimular una reflexión y que, con tal fin, se da una vuelta por museos y lugares de exposición parisinos, visita excavaciones arqueológicas en Toscana, jardines zen en Kioto, monumentos en Palenque y Persépolis. Un turista de la cultura que recorre con su mirada el espectáculo de la realidad elegida, pero que jamás se queda en ninguna, fiel a su vocación de curioso e inquieto comentarista de un universo visual; un coleccionista que selecciona, descompone y reelabora en un esfuerzo por dar un sentido unitario a una realidad múltiple y dispersa».
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LA ESPADA Y LAS HOJAS
En el Museo Nacional de Tokio hay una exposición de armas y armaduras del antiguo Japón. La primera impresión es que los yelmos, las corazas, los escudos, los espadones tenían como primer propósito, no el de defender o atacar, sino el de asustar, imponer una imagen aterradora al adversario.
Las máscaras de guerra se retuercen en muecas crueles y amenazadoras bajo los yelmos coronados de cuernos, piñas, alas punzantes, sobre corazas suntuosas que hinchan el tórax, todo lazos y puntas.
Quien como yo frecuenta las armas renacentistas de Occidente con el alegre desapego épico de un lector de poemas de caballería (la gran cabalgata de la sala de armaduras en el Metropolitan Museum de Nueva York es para mí una de las maravillas del mundo), aquí piensa por primera vez en estos objetos no como si fueran juguetes fantasiosos sino considerando el mensaje que querían transmitir en situación, es decir, como se miraría hoy un tanque de guerra en un campo de batalla. Mi reacción es inmediata: echar a correr.
Recorro salas y salas de vitrinas donde se exponen desnudas hojas de espadas, o sables curvos, de brillante hierro templado, afiladísimas, sin empuñadura, posadas cada una sobre un paño blanco. Hojas y hojas que a mí me parecen todas iguales, y sin embargo cada una lleva un rótulo con largas explicaciones.
Grupos numerosos se detienen delante de cada vitrina, observan espada por espada con ojos atentos y admirados.
Casi todos son hombres, pero es domingo y el museo está lleno de familias: mujeres simples, niños, contemplan también las espadas. ¿Qué ven en esas cuchillas desenvainadas? ¿Qué es lo que les fascina? mi visita de la exposicipon transcurre casi a la carrera; el resplandor del acero transmite una sensación más auditiva que visual, como rápidos silbidos que cortaran el aire. Los paños blancos me inspiran un horror quirúrgico.
Y sin embargo sé perfectamente que el arte de la espada es en Japón una antigua disciplina espiritual; he leído los libros sobre el budismo zen del doctor Suzuki; recuerdo que el perfecto Samurai no debe jamás detener su atención en la espada del adversario, ni en la suya propia, ni en el ataque, ni en la defensa, sino que debe anular su propio yo; que no es con la espada sino con la no espada como se vence, que los maestros forjadores de espadas alcanzan la excelencia de su arte a través de la ascesis religiosa. Lo sé todo perfectamente, pero una cosa es leer algo en los libros, otra entenderlo en la vida.
Pocos días después llego a Kioto; paseo por los jardines que recorrieron exquisitos poetas, emperadores filósofos, monjes ermitaños. Entre los puentecillos curvos que cruzan los arroyuelos, entre los sauces llorones que se reflejan en los estanques, los prados de musgo, los sauces de hojas rojas en formas de estrella, me vuelven a la mente las máscaras guerreras de muecas espantosas, la amenaza de aquellos guerreros gigantescos, el filo cortante de aquellos aceros.
Mirando las hojas amarillas que caen en el agua recuerdo un apólogo zen que sólo ahora creo entender.
El alumno de un gran forjador de espadas pretendía haber superado al maestro. Para probar cuán afiladas eran sumergió una en un riacho. Las hojas secas que arrastraba la corriente al pasar por el filo de la espada se cortaban en dos. El maestro metió en el arroyuelo una espada que él había forjado. Las hojas corrieron evitando la lámina.