Ivan Krastev: «El comunismo no fue derrotado por el liberalismo, se suicidó»
El prestigioso politólogo búlgaro, presidente del Centro de Estrategias Liberales de Sofía, publica «La luz que se apaga», libro en el que analiza el declive de la democracia liberal tras la Guerra Fría
Con el final de la Guerra Fría, Occidente se frotó las manos y, quizás, pecó de soberbia. Asistió al hundimiento del comunismo, su mayor enemigo, y dio por sentado que aquel modelo que le había llevado hasta allí, la democracia liberal, podía ser impuesto, sin más, a todos los países del Este que, hasta entonces, habían estado al abrigo glacial de la Unión Soviética. Con lo que no contaba el liberalismo era con que esa imitación, la occidentalización forzosa que siguió a a la caída del Muro de Berlín, terminaría siendo la fuente principal de la violencia y el populismo reaccionario que, a día de hoy, vivimos en todo el mundo. ¿Por qué? Muy sencillo: cuanto más imitas a alguien, más empiezas a temer que estás perdiendo tu propia identidad, por lo que te rebelas. Esa es la tesis que el politólogo búlgaro Ivan Krastev y el estadounidense Stephen Holmes, profesor Walter E. Meyer de Derecho en la Universidad de Nueva York, despliegan en «La luz que se apaga. Cómo Occidente ganó la Guerra Fría pero perdió la paz» (Debate), un libro apasionante, que se lee como un tratado de cordura, y que el primero presentó hace unos días en el Instituto Aspen, en Madrid.
Si, como Kipling, usted hubiera tenido la posibilidad de darle a este libro dos finales diferentes, ¿con cuál se quedaría, con el feliz o con el trágico?
La idea de llevar a Kipling al título surgió para evitar esa pregunta, precisamente (ríe). Uno de los efectos más paradójicos de 1989 fue que pasó algo inesperado, que fue el colapso del comunismo, su hundimiento. Como consecuencia, nos creímos capaces de predecir el futuro. Pero yo no creo que el futuro esté escrito en ninguna parte. Pretender que sabemos cómo va a ser el futuro fue una de las ilusiones que hubo en 1989.
¿Y uno de los errores, también?
También, porque pierdes curiosidad. Cuando crees saber cómo va a ser el futuro, puedes malinterpretar algunas cosas, porque empiezas a pensar que la historia va a ir siempre en la misma dirección. El futuro es la invención de lo desconocido. Yo no creo que el futuro pertenezca a los antiliberales autoritarios, pero tampoco podemos decir que el liberalismo va a volver siempre de la misma forma; ambas afirmaciones tienen un grado de determinismo que no funciona.
Entonces, la aspiración hegemónica del liberalismo después de la Guerra Fría, ¿era realista?
No era realista, pero era inevitable, porque se vio derrotado al enemigo principal. Pero ese enemigo no fue derrotado por el liberalismo, sino por la historia. El comunismo no fue asesinado, el comunismo se suicidó por desesperación. Por eso la percepción de que el futuro estaba claro fue un error, pero fue un error inevitable. Otra de las ilusiones de 1989 fue pensar que el contexto internacional iba a cambiar, pero Occidente se mantendría igual. Treinta años después, somos conscientes de hasta qué punto el modelo occidental liberal estaba condicionado por la Guerra Fría.
A día de hoy, ¿se puede decir que el orden liberal ha perdido su dominio mundial?
Países como Rusia o China están adoptando el orden liberal, pero lo están pasando por su propio filtro. El argumento y ataque principal de ambos es que, en realidad, el liberalismo nunca fue dominante, era sólo una tapadera de la hegemonía estadounidense. Hoy asistimos a una crisis institucional. En 1948, cuando se redactó la Declaración de Derechos Humanos, las sociedades de todo el mundo eran mucho menos liberales que ahora, pero todos los Gobiernos votaron a favor; si esa declaración se sometiera ahora a votación….
Me temo que sólo votarían a favor unos cuantos países.
Exactamente. Antes, el orden liberal era un horizonte normativo y ahora esa hegemonía está siendo cuestionada. Hoy, las sociedades son más liberales, pero el liberalismo está siendo cuestionado mucho más a nivel de las relaciones intergubernamentales.
Según el politólogo estadounidense Ken Jowitt, al que citan en el libro, «la principal característica de la historia internacional es que tiende a la diversidad cultural, institucional e ideológica». Y, sin embargo, hoy estamos viviendo, en todo el mundo, un repliegue nacionalista y localista. ¿Por qué?
En 1989, las democracias occidentales liberales eran sinónimo de modernidad, y lo que vemos ahora es que hay movimientos populistas que van contra esa modernidad. El mismo Jowitt, cuando escribió «El nuevo desorden mundial», dijo que Francis Fukuyama tenía razón: ninguna gran ideología va a oponerse a la democracia liberal como el comunismo lo hizo, pero va a haber movimientos de rabia y enfado, violencia. Y Jowitt lo dijo antes del 11-S, en 1991.
Lo cierto es que hemos perdido la capacidad de pensar en el mundo como algo que compartimos, esa idea de una humanidad común se ha destruido. ¿Es el precio a pagar tras el final de la Guerra Fría?
Sí lo es, pero yo añadiría, además, la globalización. Antes, el mundo estaba más fragmentado, pero teníamos esa idea de una humanidad común.
Más que una idea, era un ideal.
Exacto, era un ideal. Ahora, vivimos en esa humanidad común, pero ya no creemos en ella. El filósofo al que nos referimos siempre que hablamos de cosmopolitismo es Kant, ¡famoso porque no salió de su pequeña ciudad! Y esa humanidad común era un constructo intelectual de Kant. Se puede decir que existen dos visiones distintas de futuro apocalíptico: durante la Guerra Fría, era el desastre nuclear, según el cual todos íbamos a morir al mismo tiempo, cuando los soviéticos o los estadounidenses le dieran al botón; ahora, esa catástrofe es el cambio climático, y vamos a morir todos también, pero no al mismo tiempo (ríe). Eso destruye la idea de humanidad común universal. El momento álgido de la universalidad occidental tuvo lugar cuando Occidente era el más poderoso, pero el verdadero reto es seguir siendo universal cuando se pierde poder, como ahora.
¿Y cómo conseguirlo?
No lo sé. Hoy la gente está muy dispuesta a saltar al vacío dando respuestas. Yo creo que lo principal es hacernos las preguntas adecuadas, y eso ya es un avance. En lo que respecta a la UE, yo me planteo preguntas más prácticas: ¿cómo debe hablar Europa en un mundo en el que todos los demás actores hablan desde sus intereses nacionales? Europa no puede hablar sólo de intereses nacionales, porque no somos un Estado. La metáfora que uso es que la UE debe dejar de ser un misionero y convertirse en un monasterio.
¿Por qué?
En las últimas décadas, la UE se ha visto a sí misma como el laboratorio del futuro, hemos sido nuestro propio conejillo de indias, hemos experimentado con nosotros mismos: soberanía compartida, interdependencia económica… Y hemos supuesto que otros querían ser como nosotros, imitarnos.
Bueno, eso es lo que nosotros pensábamos.
Sí, y en cierto modo era así. Por eso se amplía la UE. Entendíamos el mundo basado en la capacidad transformadora de la UE.
Es algo muy parecido a lo que usted llama la Era de la Imitación, que se inició después de la Guerra Fría.
Sí, exactamente. Pero ahora estamos entrando en otra fase, y estamos empezando a entender que muchas cosas que creíamos universales en realidad son excepcionales. Y no se trata ni de autoritarismo ni de democracia. El nacionalismo es tan fuerte en la India democrática como en la China autoritaria.
En el libro sostienen que estamos ante el comienzo de la Era de la Imitación Antiliberal, donde dirigentes autoritarios, como Bolsonaro en Brasil, imitan a Trump y se sienten legitimados por él.
Bolsonaro imita a Trump para demostrar que puede ser igual, que no hay limitaciones a su conducta. La Imitación Antiliberal va a generar más divergencia en el mundo. Trump dijo: «Ha llegado el momento de los patriotas y los nacionalistas». Genial, pero el problema es que los intereses de los patriotas norteamericanos y los de los patriotas brasileños son muy distintos. Cuando la hegemonía liberal existía, podían estar unidos contra un objetivo común, porque compartían la idea de un bien común. Pero los nacionalistas no, los nacionalistas creen en el juego de todo o nada.
¿Confía en que puedan surgir líderes que se opongan, que planten cara a ese tipo de comportamientos populistas?
En la política tiene que haber líderes carismáticos. Había una ilusión, particularmente europea liberal, de que los políticos no importaban, que las instituciones eran tan sofisticadas que cualquier persona mediocre podía hacer que el sistema funcionara. Pero a medida que la política es más psicológica y emocional, esta utopía tecnocrática de una política sin líderes no funciona, ni a nivel de las élites ni a nivel de los antisistema. Los líderes políticos sólidos y buenos son necesarios. Los líderes liberales no tienen que imitar el comportamiento de los antiliberales, pero de vez en cuando el presidente Macron suena como el presidente Trump. El poder para movilizar la imaginación de la gente es básico en política, y esto es fundamental tanto para el liberalismo como para el antiliberalismo.
Pero hay una diferencia, y es que el mensaje de Trump es la mentira, esa es la esencia de su antiliberalismo. ¿Es posible recuperar la verdad, que la gente sea capaz de distinguirla de lo manifiestamente falso?
El argumento fundamental de Trump es que no hay diferencia entre las mentiras que él cuenta y las verdades de los demócratas, porque los dos lo hacen por la misma razón.
Por el poder.
Exacto. A él le funciona y a ellos también. Estamos hablando de una instrumentalización total de la verdad. La verdad en sí misma no tiene valor. Si la gente muriera por las mentiras de los líderes, sería menos tolerante. La política se ha metido en una realidad virtual en la que nadie responde de sus actos, la gente cree que todo el mundo miente, existe una especie de cinismo generalizado, y esto hace que Trump funcione y que la gente le vote independientemente de lo que diga. Eso no funcionaría si tuviera que responder por no haber hecho honor a la verdad. En la crisis ucraniana que llevó al «impeachment» no se levantaron contra Trump los demócratas, sino profesionales del Pentágono y del Departamento de Estado que dijeron que no podían seguir mintiendo, que había un límite, porque, si no, el país lo pagará.
El problema es lo que usted sostiene, y es que ha surgido un nuevo ciudadano, el ciudadano paranoico.
Estoy de acuerdo. Se nos está privando de estos proyectos ideológicos universales. Y el problema es que las teorías de la conspiración empiezan a desempeñar el papel que antes tenía la ideología. Porque, francamente, toda ideología, en sí misma, es una teoría de la conspiración, pero tiene una proyección normativa de cara al futuro; ahora, esa proyección normativa se ha eliminado.
De hecho, ahora no hay espacio para la crítica. Antes, uno podía creer en una ideología, pero ser crítico con el partido que la representaba.
Sí, totalmente. Y esto es muy importante. La mayor parte de disidentes europeos en los 70 y los 80, que eran muy importantes, eran excomunistas o venían de las familias comunistas. Atacaban a los partidos dirigentes en nombre de una ideología, decían que ellos eran los marxistas reales y que el Gobierno había traicionado esas ideas.
Creo que en ese punto los medios de comunicación, la cultura y los intelectuales deben desempeñar, también, un papel crucial, y la verdad es que no sé si estamos a la altura.
No, no lo estamos, pero además hemos perdido nuestro poder. Porque los intelectuales, con mayúscula, básicamente hablan en nombre de la ideología o de la verdad. Y cuando ni la ideología ni la verdad se toman en serio, entonces los intelectuales hablan como cualquiera de nosotros, basándose en su propia experiencia. La figura clásica del intelectual es la figura de alguien ilustrado, y la ilustración está en crisis, como también está en crisis la existencia de una verdad común y de unos valores universales.
En ese escenario, nos enfrentamos a retos mayúsculos, como el cambio climático al que usted ha hecho referencia antes, pero también la inmigración masiva. El problema es que las políticas antiinmigración que, por ejemplo, ejerce Trump tienen un alto contenido emocional, y eso es muy peligroso.
El liberalismo y la democracia chocaron cuando se toparon con las fronteras nacionales. Para que funcione la utopía liberal clásica, hay dos opciones: o se abren las fronteras y la gente puede moverse, lo cual significa que hay una comunidad política sólida, o bien todos los Estados del mundo van a ser unos lugares tan fantásticos que nadie va a querer salir de su país. El derecho más importante en toda democracia es el derecho a excluir, a decidir quién no puede ser miembro de tu comunidad. La decisión más importante que toda comunidad política tiene que tomar es quién es de los nuestros y quién no lo es. Uno de los efectos de la globalización es que ahora todo el mundo sabe cómo vive el otro, y es más fácil para alguien quedarse en África si no tiene la más remota idea de cómo viven los españoles, pero ahora lo sabe y, en consecuencia, va a desplazarse. No hay ninguna fuerza política en Europa que insista en abrir las fronteras, pero tampoco hay nadie con sentido común que piense que se pueden cerrar.
¿Y qué podemos hacer?
El problema es a quién vamos a dejar entrar y en qué condiciones. A ese respecto, hay dos posturas. En Europa occidental, donde predomina el proyecto liberal, la idea es la siguiente: necesitamos a los inmigrantes para poder mantener nuestro nivel de vida, a gente joven, con una buena educación, así que a ellos vamos a darles la ciudadanía, van a hablar nuestro idioma y van a asumir una serie de valores. Y esto no es fácil, porque ahora es más difícil integrarse, porque en este entorno abierto la gente culturalmente puede vivir en la comunidad de la que procede independientemente de dónde viva. Por otro lado, el proyecto antiliberal dice: vamos a abrir las fronteras, pero dando prioridad a quienes tengan una cultura cercana a la nuestra, aunque no les vamos a dar la ciudadanía, vamos a tratarles como trabajadores residentes con la esperanza de que en algún momento se vayan. Esta fue la política de Alemania en los 70.
Los españoles lo experimentamos, sí.
Sí, sí. Estas dos políticas van a dar lugar a problemas distintos. Para el proyecto liberal, el problema es hasta qué punto se puede aplicar esa política sin generar una alteración grande en la cultura mayoritaria del país, porque nuestra economía necesita más inmigrantes de lo que nuestra política puede tolerar. En el modelo antiliberal, el conflicto va a ser generacional, porque se puede dar la situación paradójica en la que la mayoría de votantes sean jubilados y la mayoría de los trabajadores no tengan derecho a voto. ¿Cómo se gestiona eso? Para mí, ese es el mayor problema.
Por último, no sé si conoce la situación actual de la política española.
No tanto como para poder opinar. A mí me fastidia mucho que vengan extranjeros a mi país a hacer declaraciones sobre una situación que desconocen, y por eso yo procuro no hacerlo. Hay países en los que puedes tener una idea general de lo que ocurre, pero España se ha convertido en un país muy complicado, así que… silencio (ríe).