Izaguirre: ¡La alegría de mis primeros años!
El diccionario nos sirve porque de pronto nos asalta la duda de si se escribe con ese o con cé determinada palabra o si fue en Praga o en Budapest donde defenestraron a aquellos caballeros medievales y Google, mi diccionario o la enciclopedia me sitúan en el camino correcto.
Google es tan generoso y complaciente que, incluso, habla de mí y da detalles que me abstengo de repetir porque ya están dichos allí y prefiero más bien referirme a lo que no dice, en la certeza de que resulta más atractivo revelar lo que omite Google.
El diccionario enriquece nuestra lengua, aumenta considerablemente el número de palabras que aviva el conocimiento, privilegia nuestra relación o contacto con el mundo que nos rodea, nos hace humanos y nos permite tocar y oler el papel; saber que se activó una imprenta y nos enseña además el significado de las palabras que se alinean en sus páginas; lo que ellas quieren decir, pero también la multiplicidad de sinónimos que revelan o evidencian la riqueza de nuestra lengua.
Tuve que comprar un Larousse porque el que tenía se descuadernó por tanto uso y se volvió inservible. Advertí que en el nuevo figuraba el nombre de mi amigo Salvador Garmendia y quise halagarlo; le hice ver que se había trascendido a sí mismo porque lo mencionaban en el diccionario. Salvador no era hombre sujeto a loas ni vanidades porque me miró restando importancia a la novedad y dijo: «¡También aparece la palabra mierda!».
La historia que inventó Herman Garmendia, el hermano de Salvador, en Barquisimeto solo para molestar y ridiculizar a don Eligio Anzola, prominente dirigente político, fundador de Acción Democrática y gobernador del estado Lara, se refiere precisamente a un diccionario.
Anzola envió a la casa de Herman a la muchachita de servicio: «!Que manda a decir don Eligio que si le pueden emprestar el diccionario!».
Y Herman muy atento dijo: «¡Tome, llévele el diccionario a don Eligio».
Pasaron varias semanas y Garmendia al necesitar su diccionario lo mandó a pedir de vuelta y regresó la muchachita a decirle muy compungida: «¡Que manda a decir don Eligio que no puede devolverle el diccionario porque todavía no lo ha terminado de leer!».
Es para reír, pero a pesar de sonar como algo absurdo no deja de ser recomendable leerlo porque nada malo nos ocurrirá por conocer de corrido el tesoro de palabras que contienen los diccionarios. Recordamos a Gabriel García Márquez cuando se refirió siendo niño al libro que le regaló el abuelo. «¿Y esto qué es?», preguntó. «¡Es un diccionario!», respondió el abuelo. ¿Y para qué sirve?. «Para conocer las palabras», explicó el anciano. «¿Y cuántas palabras hay?», preguntó el niño con absoluta inocencia y oyó decir: ¡Todas!
Ahora veo emerger frente a mí a Graciela M., una amiga de mi infancia a quien dejé de ver durante largos años y encontré una tarde en el sepelio de algún pariente cercano. Envejecida, derrotada, irreconocible. «No me ha ido bien», me dijo. «Estoy muy neurasténica y sin ánimo de vivir». Conmovido, no supe qué decirle y, de pronto, la tristeza de sus ojos se desvaneció y la dulce luz de la memoria brilló en ellos porque me miró y dijo con una débil sonrisa en los labios: «¡Siempre me acuerdo de ti porque me enseñaste a usar el diccionario!», y fue como si escuchara una desacostumbrada declaración de amor. De nuevo, el diccionario volvía a aparecer como instrumento de inusitado valor, de resplandeciente e ilusionada relación humana capaz de enfrentar la tristeza de unos ojos afligidos por una nerviosa debilidad… ¡y añoré la lejana alegría de mis primeros años!