Izaguirre: La perversidad de una coma
Si nos sumergimos en el universo que somos, si alguna vez logramos hundirnos en el cosmos que también creemos ser y vemos en el microscopio un minúsculo insecto o una pequeña hoja verde arrancada de la planta que está allí en la ventana que da a la calle veremos que se abren nuevos espacios, otros mundos porque estaremos iniciando la gloriosa aventura de descubrir que cada espacio imperceptible se abre a su vez a otros ámbitos. Conocí a alguien que logró el milagro de sumergirse en un signo ortográfico para tocar ese signo y convertirlo en arrecife o abismo de perversidad.
El águila es capaz de divisar desde su altura el veloz y siempre huidizo movimiento de un ratón que corre entre la maleza y el búho no obstante mantener sus enormes ojos abiertos no logra ver la montaña que se alza frente a él, pero sí el débil rumor del insecto que se mueve abajo entre las raíces del árbol que tampoco logra ver. ¡El búho o el águila solo llegan hasta allí! En cambio, yo puedo descubrir que cada mínimo fragmento de vida puede llevarme a conocer insólitas existencias; que dentro de la unidad existen vidas dentro de otras vidas; dolor dentro del dolor, éticas dentro de la propia ética y bellezas girando en torno a la belleza que vemos y creemos única.
Estoy seguro de lo que digo porque, repito, tuve el privilegio hace años, en París, donde fui a estudiar leyes y me encontré con la Sorbonne, entonces una universidad medieval, esclerótica y pedagógicamente atrasada, pero conocí la esencia de la perversidad, es decir, la perversidad más secreta, oculta en el más profundo de los pliegues o rincones de un alma despiadada.
En la Ciudad Luz vive y sonríe permanentemente una chica llamada Lisa Gherardini, mejor conocida como la Monna Lisa (¡sonríe porque vive en París; si viviera en Caracas en lugar de sonreír estaría llorando mirando el retrato de Nicolás Maduro!), pero también allí ocurrió algo aún más prodigioso que la sonrisa de la Gherardini: un simple signo ortográfico impuso la crueldad y el desprecio.
De estar vivos, los personajes que se mueven en torno a estos resecos recuerdos son hoy figuras de alto relieve en el mundo político y cultural venezolano y me cuidaré de no comprometer sus nombres al no estar autorizado para mencionarlos.
¡En primer lugar, el poseedor del don de la perversidad! Decididamente, este ser maligno construía a conciencia su propia naturaleza, disfrutaba del mal, ofendía con murmuraciones y alusiones insidiosas que lo colmaban de hiriente alegría. Era entonces un joven ya alcoholizado nacido en algún perdido lugar de palafitos en el lago de Maracaibo, persistente y al parecer brillante estudiante de medicina o de farmacia o de enfermería, nunca se supo con claridad, ocupado mayormente en anunciar irónica y despectivamente la llegada de venezolanos al quartier latin. Si se trataba, pongamos por caso, de alguien muy moreno, de visible clase media baja, mirando al recién llegado se complacía y se preguntaba a sí mismo en el bar de la rue Cujas en voz alta para que lo escucháramos: ¿Cerraron los liceos nocturnos en Caracas? Y al venezolano de tez muy oscura que para vivir en la costosa capital francesa se veía obligado a tocar bongó o tambor en un bar existencialista gritaba al verlo pasar: «¡Vas a poner un telegrama?, como si se tratara de un africano en una película de Tarzán.
Una vez comentó, entre risas y burlas que un amigo mío venezolano, que más tarde se convertiría en brillante periodista de opinión, tenía nalgas de mujer declarando o insinuando con ello una presunta homosexualidad.
Mi amigo se enteró y cruzó en metro todo París hasta llegar al bar de la rue Cujas, centro de reuniones del sediento y ocioso grupo de estudiantes venezolanos y allí enfrentó al maldiciente compatriota de los palafitos zulianos y sin mediar palabra le asestó un furioso puñetazo en la boca que lo tiró al suelo. Aturdido, con la boca hinchada y sangrante, la víctima sonrió con perversa malignidad y murmuró: «Has demostrado que eres buen boxeador, pero no has demostrado que no eres marico».
Durante el tiempo en que José Luis Salcedo Bastardo, escritor, historiador y catedrático, fue embajador de Venezuela en el Reino Unido, el malvado palafito encontró en el ilustre venezolano una espléndida y jugosa víctima de sus abominables insidias y semanalmente enviaba a la Embajada en Londres cartas anónimas, absurdas hojas en blanco solo para darse el gusto de poner en el sobre el nombre del embajador pero agregando una coma después del primer apellido para evidenciar una turbia y oscura resonancia moral del ilustre venezolano.
En aquellas cartas, un minúsculo signo ortográfico: la coma (,) alzaba vuelo y se transformaba en un gratuito e insidioso ataque a un embajador; se convertía en aire enfermizo, en la esencia de la perversidad, en un insulto tan esponjoso y enorme que no podrían verlo ni sentirlo ni el águila ni los búhos o las lechuzas.
Los gramáticos y la propia Real Academia de la Lengua Española enumeran los usos de la coma y una de sus exigencias establece que se escribe coma para aislar el vocativo del resto de la oración; por ejemplo: «Julio, ven acá» y es justamente ése el uso que empleaba reiteradamente la insolente perversidad que desde París enviaba a Londres cartas ausentes y sobres envenenados por un malsano signo de ortografía.