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Izaguirre: Nos inventamos a cada instante

 

En el Diccionario de Historia de Venezuela editado por la Fundación Polar, Magaly Burguera dejó establecido que el período presidencial de Carlos Soublette  (1843-1847) se caracterizó por «la búsqueda de conciliación con el sector militarista (protagonista de las insurrecciones entre 1830 y 1836), como hecho fundamental para la consecución de la estabilidad política». Y agrega que «se destaca en este período el despliegue de una gran actividad periodística que refleja la libertad de expresión y el relativo respeto a los derechos ciudadanos que imperaron gracias a Soublette». Magaly Burguera finaliza destacando también «el cuidadoso y honesto manejo de los dineros del Estado, tanto por parte del presidente como de los hombres que lo acompañaron en el gobierno».

Son raras en el manejo político frases como estas y, desde luego, no me comprometería con gente como Guzmán Blanco, Juan Vicente Gómez o Marcos Pérez Jiménez, para no mencionar a los que también en la hora actual han asaltado masivamente al poder enriqueciéndose de manera salvaje y despiadada. Reconozco que algunos magistrados demócratas actúan con más discreción. Pero los honestos se pueden contar con los dedos de una mano.

Siempre he sostenido que el país petrolero odia la belleza y la sensibilidad; nuestros mandatarios no han logrado convertir el petróleo en materia educativa y cultural, enderezar la torcida línea del lenguaje y evitar el tosco desplazamiento del «pallá» y del «pacá», y vestir a las palabras con decencia, leer los textos sin prisa, respetando los signos ortográficos, que para eso existen.

He malgastado buena parte de mi tiempo tratando de convencer a los políticos de que la economía, no obstante su obligada importancia, no contribuye necesariamente al avance de los países sino la cultura. Si Venezuela mostrara al mundo la presencia de un turismo cultural, el mundo nos apreciaría; pero en lugar de tan placentera imagen los turistas desertaron, no volvieron más porque eran asaltados y atropellados por gente desalmada y solo nos ha quedado un vistoso edificio que alguna vez fue sede de la embajada norteamericana y hoy es un Ministerio en el que se refugian inexistentes turistas. Un sobrino,  experto en turismo, tuvo que abandonar la isla de Margarita y su trabajo porque los turistas dejaron de venir cansados de que los asaltaran. Millones de personas visitan París para ver y admirar un pequeño cuadro de Leonardo da Vinci titulado La Mona Lisa, sin percatarse de que hay otro aún más famoso y de mayor calidad pictórica llamado La Virgen de las Rocas. ¡No sabemos comportarnos! Los estudiantes de la Universidad Central no se merecen estar allí porque muchos apenas saben leer o escribir y permanentemente, acaso sin saberlo, insultan, agreden y humillan a Carlos Raúl Villanueva y ofenden las obras de arte que dan prestigio a la propia Universidad porque las «embellecen» pintando sobre ellas consignas políticas o simplemente ignorándolas.

Destruimos las obras de Mujica Millán en Campo Alegre, el Helicoide ya era una ruina antes de que comenzara su construcción  y el Palacio Legislativo, edificado en tiempos de Guzmán Blanco en medio de una desvergonzada ranchería, solo ha servido para inventar leyes que atentan contra el país desde los tiempos de Juan Vicente Gómez. Se derrumban casas y edificios por carecer de valor arquitectónico, pero no les damos tiempo para serlo. La casa en la que nació Francisco de Miranda cayó convertida en estacionamiento y luego en edificio perfectamente anónimo porque era una casa que históricamente no pertenecía a nuestro tiempo. Además, Miranda no lo hizo bien. Nació en Caracas, pero terminó en La Carraca y Pérez Jiménez acabó con media Caracas para trazar el benéfico sistema de autopistas, que también sirve para  conectar y llegar más rápido a los cuarteles. Al prolongar la avenida Bolívar que ya dividía a la ciudad en dos, separó al Parque de Los  Caobos del Jardín Botánico, entorpeciendo los planes de Villanueva de disponer de una bella zona verde y una estupenda área cultural con los museos y algunos colegios profesionales, como el de Medicina y el de Ingeniería que ya existían.

Para filmar El Cabito, 1978, ambientado en tiempos de Cipriano Castro, Daniel Oropeza solo encontró en Petare un par de metros de ese tiempo que no estuviera asediado por la modernidad que seguimos empeñados en alcanzar sin lograrlo. En Caracas no existe rastro alguno de la Colonia. Tenemos que inventarla, quiero decir, los venezolanos nos estamos inventando a cada instante.

¡Ojalá pudiera uno de nosotros convertirse en Carlos Soublette!

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