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J. S. Bach, el lenguaje de Dios y la silla de Gould

De la vasta obra etnológica de Joseph Campbell, tomé prestado un pensamiento que repaso con frecuencia porque define muy bien el concepto de iluminación que místicos y ascetas de algunas religiones pretenden lograr a través de diversas prácticas, dice así: “El objetivo en la vida es hacer que los latidos de tu corazón armonicen con los latidos del universo” (Power of Myth – ‘The Message of the Myth’, 1988). Pensadores y musicólogos coinciden en que esa armonía perfecta se encuentra contenida en la música de Johann Sebastian Bach (1685-1750).  Sus composiciones son traducciones de un lenguaje divino, expresaba Goethe: “Al oír la música de Bach tengo la sensación de que la eterna armonía habla consigo misma, como debe haberle sucedido a Dios poco antes de la creación del mundo”. Otros la encuentran fundamentada en modelos matemáticos. Para el músico y escritor Mauricio Kagel (1931-2008), en Dudar de Dios, creer en Bach, “la notación de Bach cumplió la exigencia impuesta al arte acústico, la de no sustituir al lenguaje sino dirigirse a nosotros con la misma exactitud”. Un escéptico compulsivo como Emil Cioran expresó que Bach descubrió el orden dentro del caos: “Dios le debe todo a Bach. Sin él, Dios sería un personaje de tercera clase. La música de Bach es la única razón para pensar que el Universo no es un desastre total. Con Bach todo es profundo, real, nada es falso o fingido. El compositor nos inspira sentimientos que a la literatura le es imposible transmitir, porque Bach no tiene nada que ver con el lenguaje. Sin Bach yo sería un perfecto nihilista”.

El prodigio

El antónimo de un nihilista es un creyente, de allí que hablemos de Glenn Gould (1932-1982), virtuoso pianista canadiense que en las décadas de 1950 y 1960 abordó la música de Bach con una perfección nunca alcanzada. Para la crítica musical contemporánea, es considerada magistral su interpretación de las Variaciones Goldberg, ícono de la historia de la música para piano. Gould fue un personaje controvertido que siempre utilizó para sus interpretaciones una silla de poca altura y una posición extravagante frente al teclado. Iniciado en el piano desde niño, ya a los 10 años componía sus propias partituras para deleite de su familia. Debido a su talento innato, ingresa al Real Conservatorio de Música en Toronto, donde fue alumno del pianista chileno Alberto Guerrero. En 1946, Gould hizo su primera aparición con la Orquesta Sinfónica de Toronto, interpretando el concierto para piano número 4 de Beethoven, siendo considerado a los 14 años un pianista prodigioso. Guerrero le había enseñado la técnica de hacer descender y acompañar las teclas sin percutirlas desde cierta altura, cosa que Gould perfeccionó durante el resto de su carrera al hacer afinar el piano al máximo de la resistencia de las cuerdas, de manera de apenas rozarlas para obtener el sonido deseado.

En 1955, a los 23 años, debutó en Nueva York con tal éxito que el productor del sello Columbia Masterwoks lo invitó al día siguiente a una sesión en sus estudios. Así se originó su famosa primera grabación de las Variaciones Goldberg, importante álbum cuya reedición de 1992 conservo y disfruto a menudo y en las que se escucha a Gould canturrear y a veces conversar consigo mismo durante la ejecución.

Las Variaciones Godberg fue denominada originalmente por Bach como “Aria con variaciones diversas para clave con dos teclados” (Aria mit verschiedenen Verænderungen vors Clavicimbal mit 2 Manualen), la obra fue compuesta en 1741, para ser interpretada por el clavecinista Johann Gottlieb Goldberg. Las Variaciones, escritas en la tonalidad de sol mayor y de sol menor, se componen de un tema construido de forma simétrica, seguido de 30 variaciones y un reprise o aria da capo. Lo que entrelaza a todas es un tema de fondo constante en la línea del bajo ostinato del aria. Fue concebida originalmente para un clave con dos teclados, por lo que ejecutarla al piano implica una gran dificultad, ya que Bach indicó a Godberg que debía repetir cada sección, porque de no hacerlo destruiría la perfecta simetría de la obra y sus proporciones. Gould superó las expectativas de Bach utilizando solo el teclado del piano, de allí su genialidad.

La silla de Gould

A los 20 años, siendo ya reconocido como un virtuoso del piano, Gould le pidió a su padre que le construyera una silla con dimensiones muy particulares, pequeña, flexible y transportable.  Si tomamos en cuenta que la altura media desde el suelo hasta la superficie de las teclas blancas de un piano es de 71 a 72 cm, los bancos para pianistas oscilan entre 47 a 56 centímetros de altura, proporcionando una posición faraónica frente a la partitura. La silla de Gould medía 33 cm de altura, lo que situaba su pecho al ras del teclado, de allí que en los conciertos se le viera en posición fetal durante sus interpretaciones.

En 1956, Gould fue invitado a grabar en los estudios Sony, pero al ensayar en el piano no se sintió complacido con el sonido, por lo que decidió visitar la casa Steinway de Nueva York, pasando todo un día con el experto afinador, ajustando las cuerdas y probando todos los pianos que allí se encontraban, hasta dar con el que brindaba el sonido ideal. Después de grabar la primera interpretación, considerada por el asesor musical de Sony como “la obra piano perfecta jamás registrada”, para su sorpresa Gould pidió que la borraran, ya que se había adelantado 3 segundos. Sobre esto último, conversé con Sandrah Silvio, del Conservatorio de Música de París, a quien le pregunté sobre las actuaciones de este singular personaje. Esto fue lo que me respondió: “Glenn Gould siempre estuvo obsesionado por el ‘sonido ideal’, por eso no cesaba en la búsqueda de un ‘piano ideal’ y pienso que nunca estuvo satisfecho con los instrumentos que utilizó en muy famosas salas de concierto. Mantuvo con sus pianos verdaderas historias pasionales; primero con el Steinway Modelo CD 174, que lamentablemente sufrió un accidente irreparable en uno de los viajes, así como con el Steinway Modelo CD 318, que encontró en la tienda Eaton de Toronto y que, según Gould, poseía un ‘sonido traslucido, ideal para interpretar a Bach’. En relación con su estilo, pienso que Gould buscaba en sus interpretaciones de Bach un sonido muy articulado, sin legato, muy luminoso, para ello tenía la costumbre de tensar el piano y así obtener además mucha rapidez en la ejecución. La manera de sentarse en posición baja del cuerpo, casi fetal, con las manos y muñecas relajadas, le ayudaba a obtener un sonido prístino, dinámico y flexible muy adecuado para interpretar a Bach y Beethoven”.

Un universo se expande al compás de la música

Lúcido, neurótico y ensimismado a la vez, sus pocos amigos y allegados, incluyendo su amante, una pintora alemana, coinciden en que Gould tenía una personalidad compleja y un comportamiento excéntrico, en especial cuando se le veía llegar a la sala de concierto o al estudio de grabación portando su desvencijada silla, vistiendo un traje arrugado, sin peinarse y con una expresión inescrutable. Algunos piensan que padecía del síndrome de Asperger debido a sus obsesiones y a su inaudita capacidad de concentración, característicos de esta afección, otros lo calificaban de hipocondríaco, neurótico y maniático ya que, entre otras rarezas, no estrechaba la mano de nadie, protegiendo las suyas con varios pares de guantes y antes de cada concierto las sumergía en agua caliente por 20 minutos, amen de las 25 diferentes medicinas que engullía a diario.

Gould no se veía a sí mismo como ejecutante de Bach sino como “un recreador de sus obras”. Del compositor, se expresaba con devoción: “Mi amor por Bach me hizo músico. Toda mi vida fue moldeada por él. Bach es el más grande inconformista de la historia de la música. La paz y el recogimiento de sus últimas fugas son sobrecogedoras. No modula nunca en un sentido convencional, pero produce la sensación de estar en un universo en permanente expansión”.

El asceta

Antonio Bustamante, arquitecto español y diseñador de sillas ergonómicas para pianistas, se refiere a la silla de Gould como un instrumento de auto-tortura: “Un pianista sentado en la banqueta debe experimentar equilibrio y comodidad, especialmente al inclinar el cuerpo lateralmente (punto conflictivo) para tocar en los registros agudo o grave. En el caso de Gould, este virtuoso necesitó adoptar una postura patógena para expresar su arte aún a costa de su salud”.  Ciertamente, Gould causó rigores a su cuerpo como lo haría un asceta que busca trascender a una dimensión fuera del mundo profano o quizás utilizaba su silla como un talismán que le brindaba seguridad al evocar el amor paterno.

En 1964, a sus 32 años, Glould ofreció su último concierto en Los Ángeles. A partir de esa incomprensible decisión, emprende una deriva exploratoria por las carreteras del Norte equipado con un Nagra y un micrófono direccional, obsesionado por grabar las conversaciones de la gente en los paraderos de carreteras. Convertido en un cazador de sonidos, registra todo tipo de situaciones con las que se encuentra en esos lugares de paso, las melosas promesas de amor de una pareja de adolescentes, la ruda conversación de los camioneros, una grosera pelea entre pandilleros, toda una cacofonía de voces anónimas que va archivando metódicamente. En su estudio, las colocaba en diferentes layers o capas que, al mezclarlas en diferentes tiempos y escalas, producía sinfonías a base de voces que posteriormente emitía en un espacio radial, su último reducto vital donde se comunicaba en solitario con el mundo. La filosofía de Gould y el núcleo de su identidad se revelaron claramente en ese programa de radio titulado La idea del Norte, que para él representaba el rigor, la búsqueda espiritual y la independencia. En 1982, un derrame cerebral agravado por una intoxicación causada por el exceso de pastillas que ingería a diario causó la inesperada muerte de este iluminado del piano. La suya fue una existencia meteórica y carismática que provocaba el éxtasis a los que acudían a las salas de concierto para escucharlo interpretar a Bach en posición fetal ante el piano. Por más que se escriba sobre Gould, este genio encarna un enigma insalvable. Solo nos queda repetir lo que expresara Milan Kundera: “Nuestra propia imagen es nuestro mayor misterio”.

 

 

 

 

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