Javier Benegas: Los tres años que arruinaron España
«Estos años han vaciado sus bolsillos, debilitado sus derechos fundamentales —no los cosméticos, que no sirven nada— y arruinado su confianza en las instituciones»

Ilustración de Alejandra Svriz.
España ha atravesado en apenas tres años (2022–2025) un ciclo político tan turbador que cuesta encontrar precedentes en democracia. No hablamos de una crisis puntual ni de un par de malas decisiones, sino de un deterioro simultáneo y acelerado de las instituciones, de la economía real y de la confianza social. El relato oficial habla de récord de cotizantes, crecimiento económico y transición ecológica. La realidad, en cambio, es un país más pobre, más dividido y con ciudadanos cada vez más convencidos de que el Estado es su peor enemigo.
Ese deterioro institucional tuvo un punto de inflexión especialmente destacado: la Ley de Amnistía.
Constitución de plastilina
El 30 de mayo de 2024 el Congreso aprobó la Ley de Amnistía para los encausados del procés. Nunca una norma había nacido con un beneficiario tan evidente: los socios parlamentarios del Gobierno. Nunca se había utilizado el poder legislativo como moneda de cambio tan cruda.
A esta afrenta le siguió el escarnio. El 23 de julio de 2025 el Tribunal Constitucional avaló la norma. Los magistrados asumieron el argumento de que «todo lo que no está expresamente prohibido en la Constitución está permitido». No ya un jurista sino cualquiera puede entender que una Constitución es el conjunto de leyes y principios fundamentales de los que luego derivará un ordenamiento legal más específico. Sin embargo, la mayoría de miembros del Tribunal Constitucional no alcanzaron a entender algo tan elemental… porque les iba el sueldo en no entenderlo. El resultado es devastador: si la norma suprema puede interpretarse a conveniencia del que ocupa La Moncloa, la seguridad jurídica desaparece y hasta los principios más fundamentales quedan a merced de la arbitrariedad.
Corrupción en el corazón del poder
En los últimos tres años la corrupción ha escalado las más altas cotas para acabar instalándose en el núcleo mismo del Gobierno. Primero fue el caso Mediador (febrero de 2023), con el exdiputado socialista Juan Bernardo Fuentes imputado por dirigir una trama de sobornos y favores. Después, el caso Koldo (febrero de 2024) destapó mordidas millonarias en la compra de mascarillas que acabaron involucrando al exministro y número dos del PSOE José Luis Ábalos.
Lo que a primera vista parecía un episodio grave pero aislado resultó ser sólo la punta de un iceberg enorme: las investigaciones judiciales y periodísticas han ido revelando fraudes masivos de IVA en el sector de los hidrocarburos, el amaño sistemático de concursos de obras públicas, y la existencia de unas cloacas del PSOE dedicadas a fabricar dosieres para neutralizar a fiscales anticorrupción y mandos de la UCO. A todo ello se suman las sombras del misterioso puente aéreo de los Falcon oficiales a República Dominicana, vuelos que permanecen sin una explicación convincente y que refuerzan la sensación de que la corrupción en esta etapa no responde a casos aislados, sino a una forma sistemática de entender el gobierno basada en la opacidad, el clientelismo y la impunidad.
Pero lo realmente inédito estalló en abril de 2024, cuando el Juzgado nº 41 de Madrid abrió diligencias contra Begoña Gómez, esposa del presidente, por tráfico de influencias. El 26 de julio de 2024 la Audiencia Provincial de Madrid ordenó continuar la investigación. En paralelo, su hermano David Sánchez quedó a expensas de los tribunales por un contrato a medida en la Diputación de Badajoz.
El clímax llegó el 26 de junio de 2024, cuando el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, fue imputado por revelación de secretos. Un hecho insólito en la historia de España y de Europa.
Un país en el que la esposa del presidente, su hermano, el fiscal general, su número dos y su número tres están investigados judicialmente, y no ya el presidente sino el Gobierno en pleno no dimite, es un país quebrado moralmente. Y, lo que es peor, impedido para regenerarse desde dentro.
El laboratorio de las leyes fallidas
Pocas normas han sido tan devastadoras socialmente como la ley del dólo sí es sí, aprobada en septiembre de 2022. Nacida como buque insignia del feminismo gubernamental, redujo de forma automática las condenas de centenares de violadores y agresores sexuales.
El Consejo General del Poder Judicial había advertido en 2021, en un informe previo, que la pésima redacción de la norma podía provocar revisiones de condenas a la baja. El Gobierno ignoró la advertencia, porque, precisamente, que los jueces estuvieran disconformes era lo que más le motivaba. El resultado: decenas de violadores y agresores sexuales de vuelta a las calles de forma prematura para espanto de sus víctimas.
Durante meses se negó la realidad, hasta que el escándalo alcanzó tal magnitud que en abril de 2023 se acometió a toda prisa una reforma chapucera. Demasiado tarde. Para entonces, cientos de condenados ya habían visto reducidas sus penas. Lo que el gobierno socialista presentó como un gran avance feminista acabó siendo una agresión legislativa contra las mujeres víctimas de la violencia sexual.
De Paiporta a la Sierra de la Culebra
La gota fría que arrasó Valencia en 2024, enterrando municipios como Paiporta bajo las aguas, mostró la peor cara de un gobierno sectario y unas administraciones peor que incompetentes: dejación criminal en la acometida de obras de infraestructuras y limpieza de los cauces naturales, alertas a destiempo y con sordina, falta de coordinación y de voluntad política en las ayudas, y una negligencia inaudita que dejó centenares de muertos y arruinó a miles de familias enterrándolas a ellas, a sus hogares y a sus negocios en el barro. Frente a esta monumental debacle, la Defensora del Pueblo, en su informe de 2025, señaló «fallos estructurales en la gestión de emergencias». Una sentencia tan sucinta que parece una broma. Lo de Valencia fue la apoteosis de la desidia, la incompetencia y la instrumentalización partidista más abyecta.
Con los incendios forestales se ha repetido el mismo patrón. Incompetencia supina seguida de una instrumentalización insoportable, un pim pam pum de reproches donde las responsabilidades se transforman en balones que se chutan y despejan. La Sierra de la Culebra ardió en 2022, Tenerife lo hizo en 2023, y este verano, según el Sistema Europeo de Información sobre Incendios Forestales (EFFIS), han ardido en España alrededor de 396.791 hectáreas, la mayor superficie calcinada en lo que va de siglo.
Cada verano, de forma inexorable, España suma centenares de miles de hectáreas arrasadas por el fuego. Los montes españoles se han convertido en polvorines por la ausencia de gestión forestal, el ambientalismo radical y el abandono del campo. Sin embargo, el discurso oficial insiste en atribuirlo al cambio climático. Un trampantojo con el que se pretende desviar la incompetencia criminal hacia una lucha ideológica por la salvación del planeta. Estomagante.
La factura oculta
El discurso oficial celebra la fortaleza macroeconómica. Pero la vida de los españoles cuenta otra historia muy distinta. Desde 2022 la inflación acumulada supera el 14%, según el Instituto Nacional de Estadística. Los salarios no han acompañado, y el IRPF no se deflactó porque el afán por derrochar de este Gobierno está por encima de cualquier compasión. El Banco de España ha advertido que los contribuyentes pagan más simplemente porque los tramos no se ajustan a la subida de precios. ¿Qué ha hecho el Gobierno al respecto? Muy sencillo, tomar el control del Banco de España para que deje de incordiar.
Las cotizaciones también han aumentado: el Mecanismo de Equidad Intergeneracional alcanza ya el 0,8% en 2025. Según un informe de FEDEA, el encarecimiento laboral perjudica el empleo neto y, para colmo, no garantiza la sostenibilidad del sistema de pensiones, que sigue requiriendo transferencias extraordinarias del Estado. ¿Cómo se pagan estas transferencias? Como siempre: más impuestos y más deuda.
El supuesto «récord de cotizantes» esconde también otra realidad: en España, el pluriempleo bate récords. Según datos de 2022, había cerca de 780.000 trabajadores en situación de pluriempleo en España, un aumento de 55.000 respecto al año anterior, y esta tendencia ha continuado en 2023, 2024 y 2025. Cada vez más españoles encadenan dos o tres trabajos para llegar a fin de mes. El Gobierno cuenta tres altas donde sólo hay una persona exhausta que lucha por un plato de garbanzos.
A este tormento se suma la energía y las políticas de movilidad. Los precios de la electricidad y los carburantes se han encarecido, y las Zonas de Bajas Emisiones, obligatorias por ley desde 2023, restringen el uso del coche en más de 150 ciudades. De fondo, una transición ecológica que se ha diseñado contra las rentas bajas, que no pueden permitirse un coche nuevo ni perder horas en transporte público. En el centro de las ciudades suele haber una red de transporte público razonable; en la periferia la realidad cambia de forma radical. Perder más de dos horas al día, a menudo tres, en desplazamientos se convierte en una condena para millones de españoles, una pérdida de calidad de vida que tiene consecuencias. Más estrés, más cansancio, más angustia: menos esperanza de vida.
«La verdadera catástrofe no es que esto haya ocurrido: es que se está normalizando a toda máquina»
Polarización
La estrategia política para tapar todos estos fracasos y escándalos ha sido tan indecente como clara: fomentar la polarización. Los problemas concretos —inflación, incendios, pensiones, corrupción— quedan ocultos bajo el ruido de una confrontación tribal decorada con escarapelas ideológicas. La política española es una liga de fútbol con comentaristas, chismosos, forofos y árbitros comprados. Y como ocurre en el fútbol, lo que importa no es el juego ni sus reglas, sino que pierda el rival. Al público, que le den. Aunque también es verdad que buena parte aplaude mientras los jugadores le amargan la existencia, lo que da idea de hasta qué punto el recurso de la polarización incentiva la estupidez.
Este clima de confrontación ha colonizado los medios, las tertulias y hasta las celebraciones familiares, donde ahora hablar de política puede acabar bastante mal. La democracia española ha perdido cualquier capacidad de deliberación para transformarse en un burdo mecanismo de legitimación de hinchadas. Y una democracia sin debate racional, sometida al interesado impulso partidista de la entraña, puede acabar siendo cualquier cosa menos una democracia. Tal vez ese sea el fin que se persigue.
El país que nos queda
En unos pocos años, España ha cruzado umbrales que parecían intraspasables. Se ha dinamitado la seguridad jurídica con una amnistía a la carta, redactada por los propios delincuentes y beneficiarios. Se ha instalado la corrupción en el entorno más cercano del poder; esto es, directamente en La Moncloa y en su delegación de Ferraz. Se han aprobado leyes puramente ideológicas con consecuencias devastadoras. Se han gestionado catástrofes con una incompetencia y oportunismo insoportables. Se ha exprimido fiscalmente a una clase media menguante. Y todo ello se ha recubierto con una estrategia de polarización, convirtiendo la política en un espectáculo mediático tan bochornoso que ha desplazado a la prensa del corazón.
El Gobierno podrá exhibir gráficos de crecimiento, pero la realidad cotidiana de millones de españoles es otra cosa muy distinta: estos tres años han vaciado sus bolsillos, debilitado sus derechos fundamentales —no los cosméticos, que no sirven de nada— y arruinado su confianza en las instituciones. La verdadera catástrofe no es que esto haya ocurrido: es que se está normalizando a toda máquina.