Javier Marías: La invasión de los Caballeros Negros
TRAS LEER EN ESTE DIARIO el interesante reportaje de Javier Salas sobre los llamados “terraplanistas”, convencidos de que la Tierra es plana contra toda argumentación y demostración, y que creen que la afirmación de que es esférica responde sólo a una gigantesca conspiración (aunque no sepan con qué fin conspira desde hace siglos la mayoría de la humanidad), he llegado a la conclusión de que nada tiene de extraña la proliferación de individuos con fe inconmovible en fantasías. Entre ellos se cuentan quienes aseguran que las vacunas son dañinas, que los atentados de las Torres Gemelas fueron “otra cosa”, que Hollywood escenificó el alunizaje de Armstrong, queBin Laden sigue vivoo que ya estaba muerto cuando el comando estadounidense lo alcanzó. Al parecer, la idea de que existe una conspiración planetaria para engañar a la buena gente reconforta a mucha de esa gente: si todo está estudiado, planeado, preparado y falsificado, el universo tiene cierto orden; si casi todo lo que nos cuentan es mentira, eso significa que la verdad yace sepultada y oculta, pero que hay verdad. Esas buenas gentes, por voluntarismo o por intuición, por ciencia infusa o por mero wishful thinking o “pensamiento desiderativo” (pienso que sucede o va a suceder lo que deseo que suceda, en el presente o en el futuro), se aferran a sus creencias y nadie las puede disuadir de ellas. De hecho, es contraproducente intentarlo: cuantas más pruebas se les presenten de que están en el error, más se reafirmarán en él y mayor les parecerá la magnitud de la conspiración.
Si digo que esto nada tiene de extraño es porque hace mucho que los políticos se instalaron en la permanente negación pública de la realidad, y, como he dicho en otras ocasiones, su influencia sobre la población es incomprensiblemente desmesurada. También lo es la de las “celebridades”, se dediquen a lo que se dediquen o si no se dedican a nada. Pero fueron los políticos los pioneros de la actitud. Cada vez que ha habido elecciones, todos los partidos y sus líderes han proclamado su victoria o su avance, así hubieran sufrido un batacazo o un retroceso. Unos, porque fueron los más votados (aunque les fuera imposible gobernar); otros, porque mediante pactos podrían formar una mayoría (aunque hubieran perdido la mitad de sus escaños respecto a la consulta anterior); otros, porque pasaron de tres diputados a cinco, cosas así. Igualmente, yo he conocido a artistas que han ido de fracaso en fracaso y que luego hablan de ellos como si hubieran sido éxitos rotundos. A menudo me he percatado de que no es que pretendan engañar a nadie (es público y notorio que la obra de teatro fue pateada y cosechó críticas crueles, que la novela vendió pocos ejemplares y pasó sin pena ni gloria, que la película no la fue a ver casi nadie y duró tres días en cartel), sino que ellos necesitan tanto creer que su vida es una ristra de triunfos que logran persuadirse de la única versión de la realidad que les resulta soportable. No es raro que abunden personajes así, tras varias generaciones educadas en la intolerancia a la frustración. Cada vez hay más personas que no están dispuestas a ver lo que les desagrada o las hiere, y se crean mundos paralelos con sus poderosas imaginaciones. “¿Cómo que Trump es un embustero que beneficia a los ricos y desprecia a las mujeres? Si sólo dice verdades, se desvive por los pobres y es exquisito y caballeroso con ellas”. “¿Cómo que Putin es manipulador y persigue a los periodistas? Si jamás ha movido un hilo y es el mayor defensor de la libertad de expresión”. “¿Cómo que Montero e Iglesias son narcisistas y están locos por la televisión? Si son las almas más humildes y la televisión los ha perjudicado, sobre todo la Sexta que los trata tan mal”. Y así hasta el delirio.
El mundo se ha llenado de personas tozudas, impermeables, graníticas, que dan la espalda a las evidencias y me recuerdan al Caballero Negro, un personaje de una vieja película de los Monty Python del que ya hablé una vez. Se encontraba con el Rey Arturo en un camino y se negaba a cederle el paso. Luchaban. Arturo le cortaba un brazo y lo instaba a rendirse. “Bah, es un arañazo”, respondía el Caballero, y porfiaba. El Rey le cortaba el otro brazo: “Daos por vencido, estáis sin brazos”. “Qué va, es una herida superficial”. Le cortaba una pierna. “Bien, dejémoslo en tablas”, concedía el Caballero, y volvía a arremeter malamente. Caía la otra pierna, y todavía el tronco sin miembros gritaba: “¿Así que huís, gusano cobarde? Venid, os destrozaré a mordiscos”. La escena era mitad cómica y mitad grimosa. Exactamente como la que ofrecen hoy tantos: los partidarios del Brexit que aún vislumbran un imperio (ruinoso); los de Chávez y Maduro que aún ven su régimen como un logro para los desfavorecidos; los independentistas catalanes que exigen la “implementación” inmediata de su República; y por supuesto los “terraplanistas” que encuentran sólo terreno llano a su paso: “¿Qué dicen esos malvados de la tierra esférica? Las cosas son como yo las percibo y no hay vuelta de hoja”. Lo mismo que el Caballero Negro, que se consideraba invencible. “¿No veis que sois sólo un tronco?” “Imposible, qué tontería. Yo nunca pierdo”.