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Javier Marías / La zona fantasma: Defensa de la subjetividad

Art. publicado el 21 de septiembre de 2008

Son incontables las veces en que otros columnistas y yo mismo hemos rebatido esa falacia contemporánea que asegura que todas las opiniones son respetables, y hemos hecho hincapié en que lo que hay que respetar es que cada cual exprese las suyas -que no se le impida hacerlo, ni se le censuren, ni se le insulte por ellas-, pero no las opiniones mismas, que pueden ser nazis o racistas o simplemente imbéciles, sin ir más lejos. Últimamente tengo la impresión, sin embargo, de que ni siquiera creen esa falacia los que la propugnan y esparcen, y de que además ya no se distingue entre las apreciaciones subjetivas -las que atañen al gusto personal, o al juicio valorativo- y las que, siendo en muchos casos también subjetivas, aspiran a influir y a convencer a otros para que algo real se modifique. La subjetividad, de hecho, está muy mal vista: se pretende que todo el mundo renuncie a ella y se instale en una supuesta objetividad planetaria, algo sin duda imposible. Cuando pese a ello se intenta, los resultados carecen de todo interés, son lugares comunes, y la actitud resulta impostada.

Tuvimos un claro ejemplo de ella en 1992, cuando se cumplió el quinto centenario del Descubrimiento de América y fueron legión los que se opusieron, para empezar, a la propia palabra «descubrimiento» y la sustituyeron por una expresión ñoña, «encuentro de culturas» o algo por el estilo. Es obvio que los antiguos nativos de ese continente ya habían descubierto sus tierras, pero se olvidaba que desde nuestro punto de vista, desde nuestra subjetividad, la de los europeos -y por tanto también la de la mayoría de los actuales habitantes de América, descendientes de europeos y hablantes de lenguas europeas-, aquello sí fue un descubrimiento y de ese modo ha sido vivido y sentido por generaciones y generaciones a lo largo de cinco siglos. A quienes protestaban por la utilización de ese término sólo cabía haberles dicho: «Miren, ustedes llámenlo como quieran, pero a mí no me obliguen a alterar mi perspectiva, porque es la que tengo, y adoptar otra me resultaría no sólo artificial, sino falso». Con cada vez mayor frecuencia se exige que, al hablar de cualquier asunto, se adopte un punto de vista ajeno e impropio: el de los africanos, el de los asiáticos, el de los abjazos, el de las mujeres si se es hombre o el de los varones si se es mujer, el de los animales, el de las plantas, el de la Naturaleza (?). Una cosa es que se tenga en cuenta -o se procure, no siempre es factible-la visión del otro; otra, que sin más se asuma y se haga propia. Yo no puedo evitar ser varón, blanco, europeo, y ver las cosas desde mi condición. Y cuando alguien me ha acusado de arrojar sobre el mundo una mirada masculina, o «eurocéntrica», me ha causado una perplejidad enorme. ¿Y qué pretenden, me he preguntado, que mire como un transexual de Mongolia, si es que existen?

Hace poco me llamaron de una de las tres principales cadenas de televisión estadounidenses, de ámbito nacional, para que les hablara sobre el contraste entre una España «moderna y dinámica» y la pervivencia de «algo medieval» -el periodista era un ignorante en historia- como las corridas. Le dije que no era experto, ni tan siquiera aficionado a los toros, pero que, si quería, algo podría decir al respecto, ya que tampoco tenía nada en contra de ellos, y quedó en llamarme de nuevo para fijar la cita. Nunca más lo hizo, supongo que porque mi opinión sólo le interesaba si coincidía con la suya y yo veía las corridas como «algo medieval» y aun prehistórico.

Unas semanas atrás, en la entrevista que le hizo Juan Cruz en estas páginas, el eximio profesor George Steiner dijo que no debía compararse el catalán con el gallego, que aquél era «un idioma importante, con una literatura impresionante». La furia gallega ha caído sobre él como el rayo. «Me niego a que venga un inglés y diga eso», rezaba una carta «indignada». Y el PEN Club de Galicia ha llegado a acusar al pequeño gran Cruz de que las declaraciones «pudieron ser remediadas por el entrevistador». ¿Remediadas? ¿De qué modo? ¿Tal vez censurándolas, suprimiéndolas de la entrevista, lo mismo que la cadena de televisión norteamericana probablemente decidió prescindir de las mías sobre los toros porque no iban a ser de su agrado? ¿O es que Juan Cruz tenía que haberse puesto a discutir con Steiner y a cantarle las excelencias de la literatura gallega en bloque, por si uno de los hombres más leídos del mundo estaba en la inopia? Lo que no parece aceptarse es que, por muy erudito que sea, el profesor está dotado de subjetividad y gusto y juicio, y que desde ellos puede opinar lo que quiera, sin que nadie intente «remediarlo». Si a él no le parece gran cosa esta o aquella literatura, está en su derecho a que no se lo parezca. Como lo está usted a considerar una birria la música paraguaya, y usted a que le dé cien patadas la pintura croata, y usted a que le reviente el cine de Groenlandia. No aspiran a imponer ni a modificar nada con ello. Habrá quien, en cambio, opine que la literatura gallega es la leche, y será muy dueño, y sería disparatado que nadie se «indignara» con él, quisiera «remediar» sus declaraciones o convencerlo de lo contrario. Pues el mismo derecho a la subjetividad, al punto de vista personal, al gusto y al juicio valorativo tendría el ilustre profesor Steiner.

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