Javier Marías: Lo que no vengo a decir
Yo no sé durante cuánto más tiempo tendrá sentido que escribamos artículos los que los hacemos, pero me temo que es un género al que le queda poca vida. Tal vez desaparezca sólo a la vez que los periódicos, al menos los de papel impreso, pero también es posible que le llegue antes su hora, dado el número creciente de lectores que no sabe entenderlos o -lo que es aún más deprimente- no está dispuesto a entenderlos, no le da la gana de hacerlo. Entre los que no saben se cuentan cada vez más jóvenes, como ponen de manifiesto los informes PISA y demás encuestas sobre la enseñanza, según las cuales va siempre en aumento la proporción de estudiantes incapaces de comprender un texto breve, no digamos de resumirlo. Y es de suponer que, cuando dejen atrás sus estudios y ni siquiera tengan que ejercitarse ni examinarse, los comprendan aún menos, por lo que la población adulta futura será analfabeta en la práctica: sabrá leer palabras sueltas, pero no las entenderá combinadas, y sobre todo no entenderá los conceptos, los razonamientos ni las argumentaciones, ni podrá detectar una contradicción ni una incongruencia. Habrá excepciones, claro está, y serán ellas las que manejen el cotarro, porque en contra de lo que muchos jóvenes y pedagogos creen -que no sirve de nada aprender lo que no va a utilizarse profesionalmente-, quienes tengan una cabeza estructurada seguirán siendo los sobresalientes del mundo. El que sepa latín -“una pérdida de tiempo”- y matemáticas -algo “casi innecesario”, con las máquinas calculadoras- sacará una ventaja insalvable a sus especializados contemporáneos.
Pero ya ahora abundan quienes no se sabe por qué leen artículos, cuando lo que buscan y hacen es convertirlos en lemas o proclamas o slogans. Los que escribimos estas piezas intentamos, en términos generales, contar, decir y explicar, razonar, argumentar, criticar, exponer una cuestión y matizarla, analizar, llamar la atención sobre aspectos de la realidad que nos parecen inadvertidos, examinar pros y contras de algún asunto, y desde luego influir, persuadir, convencer y crear dudas. Ustedes leen nuestras columnas en pocos minutos y a menudo distraídamente, y así debe ser: lo que se opina en un diario también tiene mucho de pasatiempo para el lector. Pero eso no quita para que los articulistas nos esmeremos en lo que decimos y dejamos de decir, dediquemos varias horas a componerlas y algunos hagamos un borrador o dos antes de la versión definitiva. No siempre, pero con frecuencia, uno procura afinar y no expresar las opiniones de manera gruesa ni demasiado tajante; pensamos -mal o bien- sobre las cosas, no soltamos lo primero que se nos ocurre, damos vueltas a nuestras convicciones y a veces descubrimos que hay cuestiones sobre las que es difícil tener una opinión, porque son complejas o desconcertantes: nos limitamos a exponer nuestra perplejidad y nos abstenemos, por tanto, de emitir una conclusión a la que no hemos llegado. Incluso a veces hacemos virguerías para matizar una postura o para que no se entienda algo distinto de lo que uno ha querido decir.
Cada vez hay, sin embargo, un mayor número de lectores de artículos que cogen la pieza y no leen lo que ésta dice, sino que van a la búsqueda de lo que, según ellos, viene a decir. No les interesa nada lo que hay en el texto, sino el lema o slogan que deciden “extractar” de él, y que seguramente no está en él. En el fondo éste les parece “paja”, y hacen caso omiso de las salvedades, las matizaciones, las argumentaciones y los razonamientos, para resumir: “Ya, lo que viene a decir este tío es que no hay que tener ordenador ni usar e-mail“. O: “… que no se deben abrir las fosas de la Guerra Civil”. O: “… que las amas de casa son unas petardas”. O: “… que la famosa cúpula de Barceló es una estafa y un despilfarro”. O: “… que hay que ponerle la placa en el Congreso a la Sor Maravillas esa que no la conocía ni Dios”. Es decir, por mucho que uno trate de no simplificar un asunto, a menudo se encuentra con que no pocos lectores se lo simplifican a uno, lo quiera o no. A veces es desesperante, se lo aseguro, por muy curtido que uno esté y aunque sepa que son gajes del oficio. Una de las principales causas de que suceda esto es la cerrilidad política: hay lectores que, si uno se aparta un ápice de lo que ellos quieren leer, lo toman ya como un agravio y lo meten a uno en el saco de “los enemigos”. Otros le reprochan que no haya señalado algo que justamente sí ha señalado, lo cual siempre me deja estupefacto. Hay quienes se fijan en una sola frase que no les gusta y omiten la existencia de todas las demás, y quienes buscan como locos alguna hoja por la que coger el rábano. Y demasiados no están dispuestos ni siquiera a atender y enterarse, a sentir curiosidad por la visión de “este tío o esta tía”, y, por así decir, leen sólo lo que deciden leer, esté ello escrito o no. Cada vez más gente desea únicamente reafirmarse en lo que ya piensa, o indignarse si no lo encuentra, y al pie de la letra además. Gente que se adentra en una pieza más o menos compleja para sacar de ella una conclusión simplona o falsa. ¿Qué futuro, pues, le aguarda a este modesto género? Yo me imagino que este mismo artículo de hoy será resumido por unos cuantos así: “Marías se queja de que no lo entienden”. O aún peor: “Marías desprecia a sus lectores y los llama simples”. En fin, pues qué se le va a hacer.